lunes, 18 de abril de 2011

Siempre hay una primera vez (II)


Siempre hay una primera vez (II)

Recuerdo una escena de mi infancia tan nítidamente como si fuera hoy mismo. Tendría yo seis o siete años, cuando mi madre me dejó a cargo de mi abuela mientras ella subía a la iglesia por la calle Triana. En la oscuridad y silencio de la noche algo me despertó. Tenía miedo y nadie atendió a mis llamadas, pero la curiosidad de saber de donde venía una extraña melodía me hizo salir de la cama.
Puede que fuera el inusual y repentino silencio, quizás la negra oscuridad en la que se sumió mi habitación, lo más seguro es que fueran las guturales notas del Miserere que, retumbando entre las piedras, sonaban en la noche como el coro en una catedral, el caso es que desvelado me levanté para asomarme a la ventana.
Desde la habitación podía distinguir extrañas luces que, reflejadas en los tajos de la Cantarería, dibujaban enigmáticas imágenes y figuras que alucinaron mi imaginación. Con mis pocos años, nada sabía yo del Jueves Santo, sólo un día más, una noche de tantas y que algo extraño e inusual ocurría fuera. Poco a poco, fantasmagóricos seres con la cara tapada dan la curva y encaran el inicio de la Calle Ronda. Sólo se oye el rítmico arrastrar de pies descalzos sobre el suelo e inquietantes y acompasados sones de ininteligible significado. La perturbadora procesión pasa en silencio. Un grupo de hombres porta una cruz liada en un sudario blanco, alumbrados únicamente por una escolta de antorchas resplandecientes. La comitiva para bajo el balcón de la casa mientras una señora se le acerca y vierte un líquido sobre la mortaja, luego prosiguen con paso quedo mientras reanudan su canto, tristes, obedientes, rompiendo el velo de la noche y llevándose con ellos el silencio y la oscuridad, como el gótico decorado móvil de una función espectral de la que son actores.
Nadie que haya visto por primera vez la Procesión del Silencio puede permanecer indiferente ante esta expresión ancestral y primigenia de la religiosidad popular, que poco o nada a perdido de su forma original, aquella en la que los setenileños de hace tantos siglos bajaban a Cristo yaciente desde la ermita de San Sebastián.
Quizás la mayoría tengamos una imagen semejante a esta que cuento de esa primera vez que la vimos. Puede que, como me pasó a mí, lo hicieran medio dormidos desde la ventana de su habitación, puede que la vieran en la calle refugiados entre los brazos de sus mayores, pero estoy seguro que esta dramática escena, esta representación con sus imágenes, olores y sonidos, quedaría grabada en su memoria para siempre.
Indefectiblemente escuchar los sones del Miserere me retrotrae a las calles de Setenil, a los olores y sonidos de la incipiente primavera, al gusto de una templada noche bajo la luna llena, a las llamadas de los ruiseñores entre los tajos y por que no, a lo inquietante y misterioso. El Miserere, como melodía única y primordial, es Setenil mismo.
Muchos años después de aquella experiencia, tuve ocasión de acompañar a ese Cristo liado en el sudario desde la iglesia a la ermita de San Sebastián. Aún se realizaba el acto en una estricta intimidad. Recuerdo el frío de la noche, la luna colgada en el firmamento, el silencio y respeto de la gente. Pude portar la cruz y asistir al rezo en la ermita. Fue una experiencia extraordinaria que me hizo comprender lo ancestral de un rito inalterable en el tiempo, como si hubiera sido conservado en ámbar, fui partícipe de una escena evocadora, espiritual, romántica si queremos denominarla, ser actor en definitiva de esa función. Consciente de haber asistido a algo irrepetible, quizás recordara mientas bajaba por el Peñón de los Enamorados aquella lejana noche cuando siendo aún un niño, me asomé a esa ventana de mi habitación y sobrecogido vi pasar por primera vez en mi vida la Procesión del Silencio. Estoy seguro de que parecidas sensaciones embargaban el ánimo de todos mis acompañantes.

(Rafael Vargas Villalón. Setenil. Enero 2011)

(Publicado en la revista Vera+Cruz 2011)

(Foto: Revista Vera+Cruz)

1 comentario:

  1. Si señor. Esa fué tu primera vez, por supuesto, hablando de semana santa. Yo las recuerdo de cuando era niño. Y aquello era una gran alfombra de juncias para que la imagineria entera paseara sobre ellas. Recuerdos de la legión desfilando y las hondas y porras? que haciamos con las juncias. Cuando pasaba la s.s. nos quedaba nuestro particular desfile emulando a los legionarios con nuestras escopetas y espadas de madera y nuestra amplia imaginación. Reconozco que por circunstancias, ya no he vuelto a ver en mi pueblo otras semanas santas. Me conformo sin embargo con aquel recuerdo de juncias, legionarios, guardias civiles, y saetas improvisadas. Saludos Rafa.

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