martes, 25 de diciembre de 2012

Navidad



Del Verbo Divino
la Virgen preñada
viene de camino;
¡si le dais posada!

San Juan de la Cruz

¡Salud y feliz navidad a todos!

martes, 18 de diciembre de 2012

Setenil es de cine; La Historia Interminable

Hoy, al llegar la tarde, una lengua de niebla ha bajado de las alturas para cubrir Setenil bajo el manto de una densa cortina gris. Accinipo, La Mata, El Puerto del Monte han quedado difuminados y poco a poco un telón ha borrado las peñas y los tajos. San Sebastian, El Carmen, La Villa y El Lizón han desaparecido en la nada evanescente para fundirse en el vaho del río, mientras cielo y agua se han convertido en lo mismo. La Iglesia, El Torreón, las casas, los puentes, las calles, todo se ha diluido en esa nube etérea.
Como en aquella novela de La Historia Interminable, puede que mañana amanezcamos para darnos cuenta de que nuestro mundo ha desaparecido en la nada. Quizás el apocalíptico fin del mundo que predijeron los Mayas sea eso; la confusión, el pavor, la incapacidad de ver más allá de un palmo de nuestras narices...la desmemoria absoluta en definitiva.

lunes, 17 de diciembre de 2012

La leyenda del Moro Juan

En aquellos entonces, como hoy día, los moros llegaban a Setenil con sus pequeños bazarillos ambulantes; transistores, despertadores, relojes Casio, linternas, pajarillos musicales y otras chucherías electrónicas. Tecnología punta de principios de los ochenta.
Los súbditos de Hassan, como hoy los de Mohamed, entraban en los bares y exponían su mercancía sobre las mesas como el mejor de los bazares de Ceuta
- compra paisa, todo barato, el relos, el radio paisa, mientras, le daban cuerda al pajarito para que bailara encima de la barra.
Los paisanos, gente curtida en viajes por eso de la emigración y desconfiada por naturaleza, se acercaban con desgana al puestecillo y manoseaban el género como lo haría un tratante con una bestia en la feria de ganado.
- Esto no vale na, veinte duros te doy por el arradio.
- Por veinte duros lo tiro al río paisa. El radio cuesta dos mil pesetas, que me lo trae un primo que viene en barco de Japón.
La puja estaba servida, que de cien a dos mil pesetas hay margen suficiente para un buen regateo. Entonces, tres o cuatro maromos se acercaban al morito para inspeccionar un reloj o un transistor mientras la puja seguía.
- Veinte duros te doy amigo
- Mil quinientas pesetas paisa
Y el paisano cogía, hacía un aspaviento de asco y se volvía a su sitio, mientras toda la clientela estaba pendiente de la escena.
El morito entonces volvía con una nueva oferta, nervioso quizás porque alguno se había llevado una linterna para probarla en la oscuridad de los aseos. Así, tras un tira y afloja de más de media hora, el morito cede y el paisa se queda con un flamante transistor japonés por quinientas pesetas, una auténtica ganga.
El morito se va del bar ofuscado, apenas ha ganado para poder cubrir gastos y encima ha tenido que pedirle la linterna al enterado que hizo el amago de tratar de quedársela en el fragor de la batalla dialéctica.
 Regatear parecía algo consustancial a este tipo de transacciones, así que conseguir una ventaja de este tipo, suponía un auténtico subidón moral, una especie de victoria sobre el enemigo.
Siempre, desde luego, había gente educada y respetuosa, pero en muchos casos se notaba cierto aire de superioridad, olvidando quizás el hecho de que no hacía mucho tiempo que los españoles andaban por esas europas buscándose la vida y aguantando desplantes y desaires.
Fué por aquellos entonces de principios de los años ochenta, cuando a Setenil vino un moro distinto. Moreno como todos los suyos, tenía unos fieros ojos rasgados y un bigote ralo que le confería cierta similitud con el presidente egipcio Nasser, aunque lo que verdaderamente resultaba llamativo en él eran sus casi dos metros de altura y una seriedad faraónica fuera de lo común.
Como tantos de sus compatriotas se ganaba la vida vendiendo pequeños objetos electrónicos por los pueblos de la serranía y cuando yo lo conocía llevaba en el oficio muchos años. Al llegar al bar, dejaba su bazarillo en alguna mesa, se pedía una coca cola y dejaba que el personal inspeccionara su mercancía. Nadie osaba gastarle bromas, regatearle más allá de lo considerado abusivo, menospreciarle cualquier objeto, ni mucho menos tratar de robarle. Si querías algo tenías que aceptar su precio, quizás tratar de conseguir alguna rebajilla, pero nada de vacilarle porque entre otras cosas la mayoría de los paisanos le llegaban, si acaso, a la tetilla.
Alguien, para evitar complicarse la vida con un nombre árabe, consideró en llamarle Juan, El Moro Juan. Podías darle el dinero para que te trajera algo por encargo, descambiar algún reloj que por alguna razón hubiera venido defectuoso, era en definitiva un hombre de fiar. A cambio él exigía respeto, con la mirada y con esas enormes manos que como si fueran palas ponía sobre el mostrador. Así son las cosas.
Aquel hombre hace muchos años que dejó de venir por Setenil, puede que aún viva por algún pueblo de la Serranía, quizás consiguiera el dinero suficiente para volver a su país y vivir el resto de su vida holgadamente, pero desde entonces, cuando un marroquí lleva muchos años viniendo a vender sus productos a Setenil y la gente confía lo suficiente en él, automáticamente le confiere el título de Moro Juan, como una señal de distinción honorífica, como queriendo decir que se trata de un setenileño más.
Puede que este Moro Juan, que con tanta dignidad ejerció su oficio de moderno buhonero electrónico, hiciera más por las relaciones hispano-marroquíes que todos los embajadores del mundo.

Un pequeño regalo



Me manda un buen amigo esta foto: En un Setenil cubierto de nubarrones grises se traza perfecto un arcoiris. La luz de la mañana se desparrama sobre las fachadas blancas y una extraña claridad, casi dolorosa, sirve para crear un decorado de ensueño.
Como una metáfora, un anhelo y el mejor de los deseos, para Setenil y nosostros mismos.

Un abrazo

lunes, 3 de diciembre de 2012

La alimaña

En la espesura del bosque, entre zarzas y espinos y junto a la frescura de un arroyo, merodea la alimaña. Durante el día, cuando el sol aprieta, la alimaña se esconde y dormita en su refugio, ajeno al ajetreo de rebaños y pastores. La alimaña sólo sale de anochecida, cuando se acaba el trasiego en los campos. Sabe que los sabuesos le persiguen y fieras escopetas no dudarán en hacer fuego si lo tuvieran a mira. La alimaña es una sombra, un espíritu, un fantasma en la noche del bosque.
Cuando cae el sol y los campos se sumen en la penumbra, la alimaña despierta de su letargo y azuzado por el hambre sale de su cubil. Se cerciora de que no hay nadie por los caminos y no huele las escopetas asesinas. En la oscuridad, por un camino que conoce de memoria, ocultándose entre los árboles hasta llegar al cortijo. Allí siempre hay que comer. Sobre el quicio de la ventana hay un ato con pan y tocino. La alimaña se lanza con ansiedad sobre el humilde condumio. Entonces la ventana se abre y la alimaña trata de permanecer inmóvil.
- Manuel, Manuel: tienes que dejar de venir. Me comprometes y ya sabes que tengo familia.
Los tuyos huyen como pueden en la noche por los campos, dejando a un lado las veredas. Tú deberías hacer lo mismo. Hay muchos fugitivos por los montes y los guardias organizan batidas. Ya no estás seguro Manuel, y me comprometes.
- Gracias Don José gracias. Sabe usted que le estoy muy agradecido.
- Ea Manuel. Suerte. Que te vaya bien
- Ea Don José. Gracias por todo.
La alimaña coge el ato de tela y sale del cortijo. Los perros ladran en la noche, hasta que la alimaña se adentra en la espesura por entre zarzas y espinos, a ciegas, sucia, maloliente, asustada.
Desde la ventana Don José la mira perderse y no puede sentir más que un profundo alivio.