jueves, 28 de febrero de 2013

Setenil en blanco

Así ha amanecido Setenil esta mañana, bueno, el campo, que aún no he podido bajar al pueblo. ¡Que nevada más bonita! A veces la naturaleza nos regala momentos como este; Un Setenil blanco y nevado.
¡Feliz día Andalucía

lunes, 25 de febrero de 2013

La Blanca y verde

Cae una fina llovizna pero las muchachas siguen dándole con cepillo y jabón a la albarrá. Ahora comienza a llover con más fuerza así que abandonan su faena y se refugian bajo el tajo.
La pared ya no luce blanca y verde, ahora sólo se ve sucia y llena de desconchones y un penetrante olor a lejía inunda Las Cuevas del Sol.
Me gustaban esos muros cubiertos de verdín, ¡en serio! Universo fotosintético, sostén primigenio de la vida, albarrás húmedas y vivas, blancas y verdes.
Quizás fuera esa sensación de dejadez y pereza que transmiten, como de resignación ante lo inevitable, la idea de que Setenil es umbría, maleza, fragosidad, de lo que en un futuro será a poco que el hombre se descuide.
Nada retorna más rápido a la naturaleza que la construcción humana en Setenil; tejas, paredes, cemento, hierro, todo se hace escombros y cimientos para la vida.

Curro Jiménez en Setenil



Cante flamenco, venganza, ajuste de cuentas, una pelea a navajazos en Las Cabrerizas que termina en el río mientras arde un decorado de cartón piedra entre pitas y tajos, duelo a trabucazos muy posiblemente en Zaharilla y un final de Curro a caballo con una panorámica de Setenil, son los ingredientes de este capítulo que tiene como escenario algunos de los rincones más bellos de nuestro pueblo.
En la memoria colectiva de los más mayores los días que el equipo de la serie pasó rodando en Setenil allá por finales de los años setenta, en la memoria particular de un buen amigo la visita que la mismísima cuadrilla de bandoleros le hizo cuando andaba en la cama con anginas. Imaginen la impresión que le causaría a ese niño ver a Curro, al Algarrobo y al Estudiante entrando en su habitación.
Bueno amigos, disfruten de Curro Jiménez y de los suyos apañados en desfacer agravios y enderezar entuertos por las calles y campos de Setenil.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Oscuridad

Hoy he paseado por Setenil en una total oscuridad. En algunos tramos de La Calle Ronda y Las Cuevas no había luz, sólo trazos iluminados que llegaban desde las ventanas de las viviendas. No había nadie en la calle, sólo yo.
Al pasar bajo los tajos de Las Cuevas de la Sombra me acordé de aquella vez que bajé a la Cueva de los Murciélagos y el guía, después de apagar las lámparas que servían para iluminarnos, nos dijo;
Oír y disfrutar los sonidos y silencios de la cueva.
Entonces hice lo mismo que aquel día; He cerrado mis ojos para escuchar los sonidos y silencios de esta calle atrapada en el tiempo, he oído el goteo constante del agua, su discurrir por canales invisibles, he sentido el olor mineral y calcáreo de la piedra, su química primigenia.
Muchas veces, sólo en la más absoluta oscuridad se puede ver lo elemental.

lunes, 18 de febrero de 2013

Anochecida en El Quejigal








Quiso la casualidad que en aquella visita al Quejigal hubiera luna llena. En las imágenes podéis verla ascendenciendo redonda y ufana entre los cielos cárdenos y azules.
La noche se hace en la sierra. Imposible permanecer indiferente ante los muros derrotados de la vieja casona, ante los quejigos centenarios que hunden sus raices en la tierra, ante la desoladora belleza de esos páramos solitarios.

El pellejero

El sueño de la Razón produce monstruos. Goya

Contaba hace años un viejo, que su abuelo le narraba una historia que cuando chico le referían los viejos, de un anciano al que todos llamaban el pellejero. Habitaba este hombre en una casa grande y destartalada en lo que yo pienso que hoy sería la confluencia de La Calle Triana con las Cuevas del Sol. Al parecer, el piso bajo era una planta diáfana a la que se accedía por un portalón de madera tan amplio como para que entrase una carreta. El suelo era una superficie sucia de arena albariza compactada por el continuo transitar de gente.
Contaba este viejo que aún en su niñez emanaban de aquel suelo de albero los efluvios añejos del vino, dando que pensar que aquella estancia en su tiempo sería un almacén de licores o bodega donde se apilarían barriles y pellejos. Vinos y caldos de aquellas cepas milenarias que se criaban antaño en los campos de Setenil y cuyos aromas, densos y pesados, rezumaban eternos como los fantasmas de antiguos parientes.
Sería el pellejero este un bodeguero o tratante de vinos, aunque quizás fuera su oficio el de tonelero o fabricante de odres y pellejos, trabajo auxiliar de lo que a principios del XIX aun sería una industria importante en Setenil.
El caso y es lo que nos trae, que el pellejero este refería una historia de cuando los franceses andaban por estos lugares con lo de la invasión, una historia que a fuerza de pasar de boca en boca resulta hoy más un folletín novelesco de esos que recitaran los ciegos ambulantes, que un suceso que hubiera ocurrido en realidad.
Sería por los años en que las tropas francesas se retiraban de la Serranía después de reiterados reveses militares y políticos. En el escenario de este repliegue estratégico donde el caos y el desorden se apoderan de Ronda y los pueblos limítrofes, eran muchos los que abandonaban la ciudad del Tajo por el temor a las represalias que pudieran tomar contra ellos la multitud exaltada. Eran los afrancesados, burgueses, profesionales libres y aristócratas ilustrados que colaboraron con los invasores, bien por obediencia debida, miedo, ambición o en gran medida por la convicción de que los franceses traerían el progreso y modernidad a aquella España anquilosada en ancestrales creencias que lastraban su futuro.
Huían los destacamentos imperiales por estas sierras buscando quizás la seguridad que le brindaban otras ciudades más grandes, siempre hostigadas por partidas guerrilleras que aprovechaban cualquier descuido para asestar una emboscada entre las breñas y recodos de esta escarpada geografía.
Contaba este viejo que refería aquel pellejero a quien lo quisiera escuchar, que un grupo de soldados franceses a caballo dejó la seguridad de la comitiva que abandonaba Ronda, para desviarse a Setenil. Venía con estos soldados un aristócrata rondeño que por una u otra razón, quizás el pago de una fuerte suma de dinero, los había convencido para que le ayudaran a recuperar a su mujer, que le había abandonado junto con su hijo pequeño y se había refugiado con su amante y familiares en un cortijo de Setenil, y es aquí como digo donde la historia toma tintes de revista romántica, de folletín de aventuras donde una brava e indómita mujer, bellísima por cierto, abandona a su adinerado marido, afrancesado e intelectual además, para huir y caer en brazos de su amante.
El caso es que la prófuga se refugia tras los altos y blancos muros de algún cortijo setenileño, protegida por su querido y hermanos que resistieron a trabucazo limpio el intento de rescate del marido despechado y aquellos soldados imperiales.
Finalmente no lograron su propósito y aterrorizados quizás por la proximidad de las partidas guerrilleras que perseguían a los franceses, optaron por desistir y dejar a esa brava mujer con su amante setenileño.
Termina la novelita con que para no sufrir el mal de los cuernos, el rondeño se descerrajó un tiro en la sien en cualquier recodo de su periplo.
Tiene esta historia de todo; amor, pasión, infidelidad, tiros, la vergüenza para aquellos que habían colaborado con los invasores y la bizarría de aquellos españoles que le habían hecho frente y les habían herido donde más les duele, en la cabeza. Subsiste incluso la rivalidad de Setenil con Ronda, que aún perduraría en el subconsciente popular después de tantas disputas y agravios. Queda además la presencia de ese niño, hijo de un aristócrata de altísima alcurnia y del que seguramente muchos se dirían descendientes décadas después.
Ignoramos los nombres de aquella bella mujer, de su pequeño e inocente hijo, del gallardo amante setenileño y del marido despechado, ignoramos incluso si las gentes y sucesos son reales o inventados, si esta historia no son más que los recuerdos de un viejo que cuando niño la oyó de boca de un anciano que gustaba de impresionar a los zagales. Yo la escuché hace muchos años en el puente de la Calle Ronda, desubicada temporalmente y adornada con toda clase de exageraciones y recreaciones. El anciano que me la contó hablaba además del pellejero como un ser mitológico que muriera centenario, sanador de huesos y recitador de ensalmos, cuyo espíritu morara aquella casa tiempo después de su muerte.
Imaginamos a aquel pellejero de Setenil escuchando cuando niño los romances de ciegos que cantaban estas historias tan del agrado del público en general, como las había adaptado, hecho suyas y finalmente como se las había contado a los niños que todos los días se apilaban en la solana de su puerta para verlo trabajar y oírle contar esta y otras extravagantes anécdotas, porque ¿no se trata de eso? De contar y escuchar, de poblar las imaginaciones de un niño, de crear un universo de seres y sucesos increíbles, de sentarnos alrededor del fuego para recrear fábulas y mitos, palabras y pensamientos, de parir héroes y monstruos, de tratar de entender el mundo en definitiva. Visto de esta manera, que más da que el cuento sea cierto o inventado.

"Cuando la razón dormita, los miedos despiertan, lo atávico se despereza, los temores primitivos nos poséen, las pesadillas plagadas de engendros y fantasmas, de seres imposibles y espectros que vagan errabundos nos invaden sin tregua..."
¡Salud amigos!

lunes, 11 de febrero de 2013

La Calle Herrerías vista por Javier Andrada


Detalles andaluces. Javier Andrada.
Ediciones Asangre.

Tiene esta foto la belleza de las cosas bien hechas, de la profesionalidad y del oficio. Muchos paisajes, muchas luces, la esencia de las imágenes evocadoras en la cámara de este artista que publicara hace años una serie dedicada a varios pueblos, entre la que destacamos, como no podía ser de otra manera, esta de Setenil.
En un tenue blanco y negro, sin brillo ni estridencias porque no le hace falta, la Calle Herrerías, la sensación de equilibrio de esas humildes casitas entre las peñas, los tejados, las fachadas irregulares, la farola y unas macetas que imaginamos suplicantes de luz.
Luego la presencia humanizadora y viva de la anciana que trabajosamente asciende la rampa buscando el apoyo de la pared y que nos recuerda que no estamos en un decorado de cartón piedra, sino en calle habitada donde mora la gente.
Fue la Calle Herrerías el último piso empedrado que quedó en Setenil de ese que antaño cubría todos los suelos de nuestro pueblo. Chinos y cantos rodados que pisaran durante siglos los setenileños de otros tiempos y que fueron enterrados o arrancados progresivamente para ser sustituidos por suelos de hormigón, en la mayoría de los casos con muy poco acierto.
Sirvió por aquellos entonces esta calle de improvisado debate sobre si era lícito sustituir el tradicional por su piso actual, sobre si había de anteponer la belleza y esencia de lugar a la comodidad del paisanaje que allí habitaba. En la imagen parece ser que aún se mantiene el suelo empedrado.
Siempre que miro esta foto se me viene a la cabeza esa cuestión de la conservación de los lugares tal y como la concibieron sus creadores o como nos ha llegado en el tiempo, y la funcionalidad del lugar y la consideración hacia las personas que lo habitan.
Quizás el preciosos suelo empedrado fuera más cómodo que unos resbaladizos adoquines y a esta buena señora le hubiera venido mejor que le colocaran un simple pasamanos, no lo sé, pero al menos en este caso el debate era lícito.
Foto: “Detalles Andaluces” (Nº 119) Javier Andrada. Ediciones ASANGRE. Sevilla. España