jueves, 10 de julio de 2014

Setenil adentro

Bueno, bueno, la que se ha liado con lo de las cruces. Mira que he tratado de pasar página insertando una historia de nuestro amigo Juan, la de los perrillos que le parió la Chica cuando las últimas lluvias, pero nada, la gente sigue con lo de las cruces.
¿Y dónde dices que están? ¿Y es verdad que se presentó todo el pleno municipal? ¿Quién es el del Equipo D?
Y yo, claro, un poco sobrepasado con el asunto les digo que todo fue un cuentecillo, que los personajes son ficticios, salvo Rafael V. y lo de las peyaítas de yeso que son tan ciertos como los tajos…porque, ¿qué necesidad tengo yo de meterme en estos líos, cuando no tengo ningún problema personal con el alcalde ni ningún miembro del actual gobierno municipal? Cierto y verdad es que no me gusta esa manera de reinterpretar Setenil, el modo de usar a las personas y su forma de hacer política, algo así como un caciquismo a la antigua donde se reparten favores y gracias según las circunstancias. En otros lugares donde he vivido (Sevilla y Málaga, por ejemplo), los ciudadanos como tales tienen derechos y deberes y no mercedes otorgadas por la gracia de un político.
El caso es que estos días he tenido tiempo de mirar mucho a los tajos y la verdad es que me ha dado ocasión para reflexionar, pensar sobre la relación de los setenileños  con estas piedras milenarias entre las cuales un día nuestros antepasados ubicaron sus moradas.
En cierta ocasión unos amigos de Alcalá del Valle nos visitaron en Setenil con sus hijos, dos niños de entre cuatro y siete años.  Recuerdo la cara de los chavalitos cuando andábamos bajo los tajos, la manera en la que miraban esas cornisas interminables de las Cuevas del Sol que parecen desafiar la ley de la gravedad, y como se sobrecogían conforme nos adentrábamos más adentro de la piedra. Esos niños literalmente estaban aterrorizados cuando perdieron toda la visión del azul del cielo y se vieron envueltos bajo una cúpula mineral.
Me llamó la atención la reacción de esos pequeños, acostumbrados en su corta edad a levantar sus cabezas y sólo tener sobre ellas a las nubes y los pájaros. Quizás, sean estas piedras, estos tajos, este cañón fluvial que nos alberga el verdadero clic que define el ser setenileño, una especie de pesadez mental, de aturdimiento anímico  que nos oprime y nos impide descongestionarnos hasta que no salimos a campo abierto, allá por la Campiña o a la Mata de Vargas, por ejemplo.
Quizás, aquello que precisamente hace único a Setenil como espacio físico, confiera también a sus gentes una personalidad propia y definida, vital y sorprendente en ocasiones, apática e indiferente en otras, capaz de lo mejor y de lo peor  y que ha marcado nuestro devenir como grupo humano. 
¡Salud amigos! y buena fiesta del Carmen 

lunes, 7 de julio de 2014

Historias de verano (II): Juan en su laberinto

Ha comenzado el varano con agua. Rara está la atmósfera. Ya por San Juan lo que se espera en Setenil es calor y más calor. Corpus de estío, mosquitos, juncia, terrazas y verbenas nocturnas, julios, agostos y el implacable rigor de la canícula del sur.
Suena un trueno entre los tajos, cae la fina lluvia sobre las matas de pimiento que ya rebosan de caperuzas verdes. No puede ser buena esta agua que cae del cielo cuando la puebla lo que pide es sol que caliente la tierra y el líquido frescor del arroyo inundando los surcos.
No puede ser buena esta agua, piensa Juan apoyado en la zoleta, siempre negativo, nunca satisfecho con los caprichos del tiempo.
Allá, en la higuera que ya luce brevas negras le espera la majuana con el mosto, ¡qué remedio! Al mal tiempo buena cara, que decía el otro.
Se sirve nuestro amigo un chato claro y fresco que apura con placer. Entra el hombre del campo en una especie de letargo y ensimismamiento que es desde hace unos meses su estado natural. Barren las nubes los campos oscureciendo tajos y chopos. A lo lejos, bajo las metálicas gradas del cadena se oyen los lastimeros lloros de una camada de perritos, agudos y finos, casi imperceptibles. Solo la llegada de la perra Chica hace que cesen los quejidos y comience un gutural ronroneo de chupeteos y absorciones.
Por si fuera poco, la leal e incondicional Chica se le presenta ahora con este panorama, que las desgracias nunca vienen solas. La deformidad de su barriga y las ubres colgonas del animalito ya le venían avisando, que se la habían desgraciado otro año más. ¡Será puta la perra!
Juan apura otro sorbo de mosto, se agacha como puede con su pata de palo bajo el cadena y niega con la cabeza. Cuatro o cinco barrigudos se emplean con avidez, casi con violencia, en las mamas de la perra.
La Chica, satisfecha y maternal, le mira con esos ojos grandes y tristes que parece que adivina sus pensamientos.
Ya desde el primer día pretendió meterles mano y echarlos al saco, cuando sólo eran una masa sanguinolenta de criaturas sin alma ni gracia. No fue capaz Juan de apartar a la perrilla de sus cachorros y se consoló diciéndose así mismo que había de dejarlos algunos días más para que le limpiaran los calostros y el animal no enfermara.
Y ya han pasado cinco días, y una semana, y la Chica se va confiando y se acerca al arroyo a beber y se asoma a la vereda a ladrar cuando pasa la Puch amarilla del vecino que viene a echarle de comer a los animales.
Y Juan no ha sido capaz de meterle mano y tirarlos al arroyo, como hacen los hombres del campo cuando se da la circunstancia. En el bar nadie los quiere, que los ha pretendido dar. Los niños de la calle le han pedido alguno pero apresurada ha salido alguna madre para decirle que no quiere animales en casa.
Ya se aventura alguno de los cachorros a salir de debajo del tractor, el más valiente, el machito blanco que parece el mejor alimentado, asomando su cabecilla a la claridad del día, olisqueando el mundo azul, hoy algo gris, que existe fuera de su cubil. Las eternas tardes de verano que parecen no tener fin.
Piensa Juan  en mil y una maneras de quitarse de en medio la camada, y todas le parecen crueles  y atroces. Le cuentan cuando despachan los cafés de la mañana como lo hacen, que no sufren las criaturas de lo tiernos que están, pero a Juan le falta ánimo y decisión, aunque no es la primera vez que se ha visto en las mismas. Quizás sean los años.
Se sirve el rudo hombre del campo un vasito más de mosto. Ahora son dos perritos más los que se asoman al exterior, uno de color canela y otro con una manchita negra en el hocico, más graciosa que todas las cosas. Dan saltitos y juguetean, corretean a su alrededor y huyen asustados a la oscuridad del oruga cuando truena como un trabuco el escape de la Puch del vecino, que se vuelve al pueblo después de apañar a los bichos.
Luego salen de nuevo los animalitos, más confiados y animosos que antes. Ahora saltan y acechan bajo sus pies y el de la manchita negra en el hocico le muerde los cordones de las botas.
Juan está confuso. No quiere ni siquiera mirarlos. A lo lejos, desde el arroyo, la Chica con las ubres hinchadas y brillantes observa la escena, confiada y satisfecha.