lunes, 7 de julio de 2014

Historias de verano (II): Juan en su laberinto

Ha comenzado el varano con agua. Rara está la atmósfera. Ya por San Juan lo que se espera en Setenil es calor y más calor. Corpus de estío, mosquitos, juncia, terrazas y verbenas nocturnas, julios, agostos y el implacable rigor de la canícula del sur.
Suena un trueno entre los tajos, cae la fina lluvia sobre las matas de pimiento que ya rebosan de caperuzas verdes. No puede ser buena esta agua que cae del cielo cuando la puebla lo que pide es sol que caliente la tierra y el líquido frescor del arroyo inundando los surcos.
No puede ser buena esta agua, piensa Juan apoyado en la zoleta, siempre negativo, nunca satisfecho con los caprichos del tiempo.
Allá, en la higuera que ya luce brevas negras le espera la majuana con el mosto, ¡qué remedio! Al mal tiempo buena cara, que decía el otro.
Se sirve nuestro amigo un chato claro y fresco que apura con placer. Entra el hombre del campo en una especie de letargo y ensimismamiento que es desde hace unos meses su estado natural. Barren las nubes los campos oscureciendo tajos y chopos. A lo lejos, bajo las metálicas gradas del cadena se oyen los lastimeros lloros de una camada de perritos, agudos y finos, casi imperceptibles. Solo la llegada de la perra Chica hace que cesen los quejidos y comience un gutural ronroneo de chupeteos y absorciones.
Por si fuera poco, la leal e incondicional Chica se le presenta ahora con este panorama, que las desgracias nunca vienen solas. La deformidad de su barriga y las ubres colgonas del animalito ya le venían avisando, que se la habían desgraciado otro año más. ¡Será puta la perra!
Juan apura otro sorbo de mosto, se agacha como puede con su pata de palo bajo el cadena y niega con la cabeza. Cuatro o cinco barrigudos se emplean con avidez, casi con violencia, en las mamas de la perra.
La Chica, satisfecha y maternal, le mira con esos ojos grandes y tristes que parece que adivina sus pensamientos.
Ya desde el primer día pretendió meterles mano y echarlos al saco, cuando sólo eran una masa sanguinolenta de criaturas sin alma ni gracia. No fue capaz Juan de apartar a la perrilla de sus cachorros y se consoló diciéndose así mismo que había de dejarlos algunos días más para que le limpiaran los calostros y el animal no enfermara.
Y ya han pasado cinco días, y una semana, y la Chica se va confiando y se acerca al arroyo a beber y se asoma a la vereda a ladrar cuando pasa la Puch amarilla del vecino que viene a echarle de comer a los animales.
Y Juan no ha sido capaz de meterle mano y tirarlos al arroyo, como hacen los hombres del campo cuando se da la circunstancia. En el bar nadie los quiere, que los ha pretendido dar. Los niños de la calle le han pedido alguno pero apresurada ha salido alguna madre para decirle que no quiere animales en casa.
Ya se aventura alguno de los cachorros a salir de debajo del tractor, el más valiente, el machito blanco que parece el mejor alimentado, asomando su cabecilla a la claridad del día, olisqueando el mundo azul, hoy algo gris, que existe fuera de su cubil. Las eternas tardes de verano que parecen no tener fin.
Piensa Juan  en mil y una maneras de quitarse de en medio la camada, y todas le parecen crueles  y atroces. Le cuentan cuando despachan los cafés de la mañana como lo hacen, que no sufren las criaturas de lo tiernos que están, pero a Juan le falta ánimo y decisión, aunque no es la primera vez que se ha visto en las mismas. Quizás sean los años.
Se sirve el rudo hombre del campo un vasito más de mosto. Ahora son dos perritos más los que se asoman al exterior, uno de color canela y otro con una manchita negra en el hocico, más graciosa que todas las cosas. Dan saltitos y juguetean, corretean a su alrededor y huyen asustados a la oscuridad del oruga cuando truena como un trabuco el escape de la Puch del vecino, que se vuelve al pueblo después de apañar a los bichos.
Luego salen de nuevo los animalitos, más confiados y animosos que antes. Ahora saltan y acechan bajo sus pies y el de la manchita negra en el hocico le muerde los cordones de las botas.
Juan está confuso. No quiere ni siquiera mirarlos. A lo lejos, desde el arroyo, la Chica con las ubres hinchadas y brillantes observa la escena, confiada y satisfecha.

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