viernes, 11 de marzo de 2011

Una historia de carnavales en Setenil



Quiso un día el espíritu de un antiguo hidalgo que lo fue en la Muy Noble Villa de Setenil de las Bodegas, aparecerse por el mundo y andar por su patria natal, aunque sin dar mucho la nota, ya que siempre fue hombre discreto y de costumbres moderadas.
Aconsejaron a buen hidalgo otros fantasmas de igual condición, que como el mundo había cambiado mucho desde sus días, si quería volver sin llamar la atención por lo que en vida fueron sus lugares, habría de hacerlo por los meses de febrero o marzo en fecha de máscaras y carnavales, que es cuando anda el personal de fiesta, con estrafalarios vestidos y sin mucha disposición a indagar en la facha de las gentes.
Así lo hizo Don Sebastián de Quijada, que es cómo se llamaba nuestro curioso personaje, pensando que los modernos aún celebrarían fiestas galanas y bailes populares como antaño y que no le vendría mal algo de alegría y diversión por unas horas. Así pues, como le habían sugerido, se presentó un día en una oscura y lóbrega calle de Setenil llamada de La Cantarería, que desde siempre tuvo la fama de lugar donde se aparecían los difuntos. Vestía el hidalgo a la usanza de su época, que quedaba allá por el reinado del Rey Don Carlos Tercero que Dios tenga en gloria, con sombrero de tres picos, casaca, chupa interior y calzones. Distinguido pero sobrio, como corresponde a la hidalguía rural, y donde sólo la capa y la espada denotaban su condición principal.
Se encontró Don Sebastián nada más llegar con que de La Cantarería habían arrancado el empedrado y la habían dejado desnuda con la tierra pelada, y lo primero que pensó es que los tiempos corrían para atrás, que buen trabajo costó por sus entonces pavimentar algunas calles para que ahora lucieran como las veredas del campo. Fue bajando buscando las luces y se dio cuenta de que lo que él creía retroceso se trataba en realidad de que el lugar estaba en obras, pues el camino seguía compacto y limpio de arena y piedras.
Siguió el aparecido la senda que marcaban las luminarias por la calle del molino, que si ya en sus entonces tenía algunas casas levantadas y dispuestas a ambas márgenes del río junto al puente del Camino a Ronda, muy rica le pareció en comparación con sus tiempos, que más parecía una vía principal que carril de paso y trabajo.
Como bien le dijeron sus compañeros, andaba el pueblo en fiestas de máscaras y todo le pareció como si fuera la hora del medio día, pese a que las estrellas tintineaban en el oscuro cielo. Por las calles desfilaba la muchedumbre grotescamente vestida, algunos iban al modo morisco, con turbantes y chilabas, mozos como si mujerzuelas fueran y jovencitas en ropas menores que no observaban ningún pudor en mostrar sus carnes. Monstruos y seres abominables que como salidos del infierno, deambulaban por las calles cantando en estridente asonía, sin guardar ni respeto ni compostura, que todo parecía aquel saqueo de Roma que se cuenta en los libros.
No olvidó Don Sebastián, agenciarse un grotesco antifaz con el que esperaba no desentonar en las fiestas, pero comprobó que nadie reparaba en su porte ni atuendo, que cada uno iba como le daba la gana, y así de esa guisa curioseaba de aquí para allá por lo que antaño fuera su pueblo. Llegó Don Sebastián al portal de una casa llena de luces donde había especial jolgorio y aglomeración de gentes y siguiendo su natural curiosidad, se acerca a unos que esperan en la puerta y comprueba que llevan estrafalarios vestidos y que dan gritos y parecen estar beodos como quintos en Navidad. Los ve entrar por grupos en los sótanos de la casa con alfombra roja donde un hombre negro como un tizón y vestido de sarraceno les abre la puerta. Mujeres de raros ropajes y tapadas de máscaras le tiran de las barbas mientras danzan a su alrededor como en un aquelarre y cómo pensara el hidalgo que seguramente se trataba de brujas, echa mano de su espada y les grita:
"Fuera de mi vera, malditas arpías, hijas de Satanás, si no queréis conocer la furia de mi acero".
A lo que las brujas gritan al unísono:
"¡Bravo! ¡Bravo! Tipo, tipo,tipo..."
Finalmente, entre risas y bailes, dejan el asunto las brujas y bajan ellas también a aquellos sótanos, mientras Don Sebastián, desconcertado, sigue para adelante, huyendo de ese lugar diabólico donde pensaría que los discípulos de Belcebú llevarían a cabo sus ritos y ofrendas.
No ocultaba nuestro hidalgo el disgusto que le producía no encontrar a nadie que se mostrara sereno y cordial con quien entablar conversación y conocer de primera mano los usos y costumbres de aquellos años, hasta que sentados en un portal vio a unos señores que parecían de la época de sus abuelos, que lucían como castellanos viejos con jubón, capa y espada. A ellos se acercó, pues de las gentes que llevaba vistas, aquellos eran los únicos que le dieron cierta confianza.
-Sepan vuestras mercedes, que ando algo perdido pues soy forastero en el lugar. ¿Podrían ustedes indicarme por donde puedo llegar a La Villa y encontrar una posada?
Los mozos, que andaban tragando por la boca humos blancos como si fueran corsarios de indias, sendas reverencias con sombrero en mano le hicieron a nuestro hidalgo, y muy cortésmente le indicaron el camino.
- Sepa el señor, que en Setenil estamos de fiestas y estarán las posadas llenas, aunque por probar que no quede, ¿Quiere usted una caladita?
Y nuestro hidalgo tragó aquel humo que olía a candela de cisco y retama y todo le pareció que le daba vueltas como si andara en carroza.
- Con dios queden vuestras mercedes, les replica Don Sebastián, que sigo yo mi camino pecho arriba.
- Con Dios quede usted, le respondieron aquellos mancebos tragadores de humo que vestían a la manera de los Austrias, mientras repetían las reverencias.
Siguió paseando este antiguo setenileño por los lugares que tantas veces recorriera en su vida, que todo le daba vueltas en la cabeza como si hubiera echado el día en el trillo, arrepentido quizás de la ocurrencia de bajar por su antigua morada, que aquello no parecía ni su casa ni su pueblo, ni aquellas eran ya sus gentes, que aquello parecía las Sodoma y Gomorra de las escrituras, con tanto borracho ensuciando por las calles, donde los hombres se ponían trajes de mujer y las mujeres vestían como brujas, que hasta los curas y monjas se comportaban como hechizados, y se bebía como ya he dicho, que no había mesura en aquel lugar y algunos, con los ojos cómo si los hubieran dejado una noche en salmuera, tragaban humo en los portales de las casas que parecían chimeneas, y que todo era un sin dios donde no parecía haber ni orden ni control. Encontró en su camino otros lugares donde la gente bailaba e ingería extraños bebedizos, subió hasta la plaza, bajo el Tajo Lizón, donde oyó música y tambores y unos hombres vestidos de rojo con cuernos y rabo voceaban en lo alto de una tarima mientras tocaban unos pitos de horrible sonido, y pese a que no se entendía nada, pensó Don Sebastián que debía de gustarles mucho a aquellas gentes pues los escuchan serios y expectantes como si estuvieran en misa de domingo, que parecían estar todos como embrujados o poseídos.
Llegó el hidalgo hasta la puerta de la noble casa que le viera nacer, o por lo menos eso creyó, porque era como si se la hubieran llevado y puesto otra en su lugar, así que se le cogió una congoja en la garganta y no quiso seguir para La Villa, fuera ser que esas almas hechizadas hubieran echado abajo los mismísimos muros de La Iglesia de la Encarnación donde él se bautizara hacía tantos siglos y donde estaban enterrados sus huesos y los de sus antepasados. Así que, con una mano en la espada y otra en su sombrero, echose a correr entre aquellas gentes con la capa al viento, mientras maldecía a viva voz;"¡Malandrines, bellacos, hijos de siete padres. Ahí os quedáis!" Cogió bajo el puente por el Callejón y cuando llegó a los Caños, volvió al lugar de donde había venido.
Pensó entonces Don Sebastián de Quijada que quizás debiera elegir otro momento para presentarse por la villa que le viera nacer, unas fechas que no fueran las de máscaras y carnavales, donde parecía que las mismas puertas del infierno se hubieran abierto para dar la noche libre a todo demonio y bruja casquivana que morara por aquellos lugares.
Mozos como si mujerzuelas fueran
y parecen estar beodos como quintos en Navidad
Aquello parecía la Sodoma y Gomorra de las escrituras
La gente bailaba e ingería extraños bebedizos
Desfilaba la muchedumbre grotescamente vestida

Nota: Esta historia es pura ficción y los personajes son inventados. Todo parecido con la realidad es pura coincidencia. El autor

5 comentarios:

  1. Vaya pintas, el chino le habian dao un susto, esta descolorio, jajajaja

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  2. Vaya colocón que ha piyado el fantasma

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  3. El chino lleva una majuana en la mano de donde ingiere un extraño bebedizo que le hace bailar en plena calle sin pudor ni verguenza.

    un saludo

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  4. Muy bueno Rafa, saludos a la de la pamela verde y al del gorro amarillo ;-)

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  5. al del gorro amarillo, como tu lo llamas, no tengo el gusto de conocerlo...
    cordiales saludos

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