miércoles, 2 de febrero de 2011

Historias de cuando chico en Setenil (V)

El Puente antiguo de dos ojos
Ladrones y pedigüeños:

Por aquellos días era muy normal dejar las puertas de las casas abiertas, quizás y no siempre, entornadas y ancladas con una aldabita. Cierto día, una banda de malhechores se pasó por Setenil haciendo fechorías y pidiendo por las calles. En la tienda de Sebastián y Encarna metieron mano en la caja mientras unos niños entretenían a los dueños haciendo cabriolas y juegos. Al mismo tiempo, un hipnotizador entraba en las casas y mirando a los ojos a sus víctimas los atontaba para poder desvalijarlos con facilidad.
Por lo visto entró en la casa de mi abuela con la que se encontró en el salón, pero no pudo con ella y tuvo que desistir. La gente decía que no la dominó como a otros porque tenía gafas, pero yo pienso que muy bueno tenía que ser el ilusionista para poder atontar a mi abuela, una mujer de armas tomar, criada en el campo y que no dudaría en sacar a mamporros al sinvergüenza si fuera menester (¡esa sangre serrana...!)
Desde entonces, la gente del pueblo es algo menos confiada y se lo piensa dos veces antes de dejar abierta la puerta de su casa.

El terror del Río:

Un gallo, ¡un gallo gigante! se lo juro. El gallo más grande que puedan imaginar. Blanco como la nieve y con la cresta y los ojos rojos, que no se me olvida. Gonzalo el del pan tenía el corral justo debajo del puente, y las gallinas pasaban de un lado a otro por el segundo ojo que hay bajo la Calle Ronda. Aquel era su territorio y he de reconocer que nos tenía cogida la medida. Si nos atrevíamos a pasar por allí e interrumpir su picoteo, carrera al canto en busca de la bajadilla, que se nos avanzaba dando saltos con las alas abiertas y lanzando unos aullidos capaces de amedrentar a un león. Así eran los bichos que se criaban en el Río por aquellos días.

El libertador:

Andábamos por esas calles al acecho de cualquier eventualidad que diera ocasión a una situación divertida, cuando el destino quiso llevarnos a aquella preciosa tienda que Sebastián y Encarna tenían en el pecho de la Plaza, allá donde antaño estuviese el antiguo casino. Aprovechando quizás el parentesco que tenía con los dueños, invité a mis amigos a entrar en la casa por la puerta principal, acceder al patio y enseñarles de esta manera una jaula gigante llena de canarios. Pero como a un niño sólo se le ocurren cuatro diabluras, máxime si andan en grupo, Alfonso que era el mayor me instó a que abriera la jaula y dejar de esta manera en libertad a los pajarillos. Así lo hice, mientras desde la calle observábamos el ajetreado voleteo de decenas de canarios de colores.
Pocos días después me encontré con mi primo Francisco, el auténtico dueño de la jaula, y le pregunté si andaba buscando los pájaros. No creo que le cayera muy bien mi observación (sincera y preocupada desde luego), aunque poco tiempo después ya se le habría olvidado porque me regaló para mi cumpleaños un precioso revolver de pólvora que compró en el estanco.

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