jueves, 5 de abril de 2012

Siempre hay una primera vez (I)



El universo de mi niñez presenta una extraña bicefalia que quizás marque el resto de mi existencia. Mi mundo se repartía entre la fantasía y la realidad, lo nuevo y lo ancestral, el asfalto de las calles de mi barrio en la ciudad y los tajos, el río y la tierra mojada de los campos de Setenil. Era como si un día me levantase en Metrópolis, para dormir esa noche en las escarpadas laderas de Itaca.
Setenil era mi libertad, la aventura de los días interminables y los vagabundeos por una tierra nueva, sin fronteras. Andanzas de niño por campos, bosques y riberas, donde moraban animales y seres mitológicos, lugares misteriosos y hombres centenarios que contaban viejas historias de bandidos y guerras ya olvidadas.
El mundo de mi niñez se dividía entre la tediosa vida de escolar en la ciudad, y la vigorosa existencia de correrías montunas donde lo extraordinario era lo habitual.
En mi Universo había un río que cambiaba su forma según la estación, lleno de peces, ranas, gatos romanos y gallos gigantes que atacaban a los niños. Los calís sobrevolaban los cielos azules y en lo alto de algún tajo podías distinguir la terrible presencia de un feroz macho cabrío de cuernos retorcidos. Había ruinas de algún viejo molino devorado por las zarzas, fuentes de agua clara que nacían de la misma piedra, bosques de encinas que daban bellotas dulces, choperas donde pasaban la noche bandadas de pájaros negros.
En la Molinilla había una poza que decían se tragaba a la gente, a los Caños no se debía acudir en la anochecida, en la Cantarería moraban fantasmas y en las Cuevas de Román había misteriosas grutas donde las brujas hacían sus aquelarres. Mi mundo se nutría en cada excursión, en cada recodo, de los cimientos de una memoria vieja y antigua, anterior incluso a mi presencia. La existencia de vivencias anteriores que quedaban en los muros de vetustas casas, en los caminos y en los troncos de los árboles.
Volver a Setenil en Semana Santa era todo eso y mucho más. Grabada en mi memoria quedaba aún la pasada navidad, con su frío intenso, el gris del cielo y el olor a candela de cisco y humedad. Aún perduraba el recuerdo de excursiones entre caminos embarrados y arboledas desnudas, para desembarcar en la incipiente primavera de los meses de abril. Nuevos vagabundeos por trigales verdes moteados de amapolas y almendros en flor. Un mundo nuevo renacido del invierno.
Poco me importaba entonces la música y los fastos de las salidas procesionales, poco sabía yo de hermandades, santos, misas y la pasión de nuestro señor, que en realidad sólo venían a turbar mi onírico mundo de aventuras.
Vestido supongo para las fiestas, no lo recuerdo, incómodo quizás con algún pantalón de pinzas y unos zapatos a estrenar, abandonamos Setenil por el Charco de los Caballos, para seguir bajo la Umbría por donde las Cuevas de Román. Atravesamos olivares y vadeamos el río que transcurre entre altísimos chopos que subían en pos de la luz y la claridad. Ascendemos por entre zarzas y encinas al cementerio, buscamos la vieja ermita donde nos han contado que hay un cristo liado entre sábanas que subieron hace unos días los hombres. Tratamos de verlo por las ventanas, pero están muy altas y desistimos. Nadie nos contó que ya lo habían bajado a la iglesia. Alguno cuenta entonces la historia de un cristo enterrado en los bajos de un pajar.
Mientras tanto, en el pueblo se oye música; rítmicos tabores percuten en los tajos atronadoramente, una música cadenciosa y primitiva, africana, sube hasta el olivar donde nos hemos sentado a descansar. Uno de los niños sentencia;
Es Padre Jesús que está en la calle y esos tambores son de La Legión que viene para Los Negros.
Bajamos corriendo por la Ladera, la Calle Vilchez y las escaleras de san Benito hasta llegar a la albarrá de la subida a la ermita que converge en la Calle Ronda. Entre el barullo de la gente y la algarabía busco un hueco para asomarme entre la multitud. De ahí no se puede pasar. Por la curva aparece un trono dorado, gigante, como un barco enorme. Paso quedo acompasado con la música. ¡Es Padre Jesús! ¡Es Padre Jesús! Gritan los niños. Trato de asomarme más, con peligro incluso de caer. Ya se ve una imagen morena y azul sobre un suelo rojo de claveles. Padre Jesús se acerca; una ráfaga de aire frío mueve su túnica y algunos claveles caen al suelo en cada mecida, en cada levantá. La gente calla, se persigna y tocan el paso dorado. Veo la cruz negra, oscilante, Padre Jesús está a nuestra altura. Callado miro su corona de espinas, las manos negras y heridas, los ojos tristes con pena, con dolor, su mirada me traspasa. En silencio, humilde y pobre, pasa Padre Jesús en su trono dorado y rojo, y yo me quedo paralizado apoyado en la albarrá. Vuelve el ruido, vuelve la música cadenciosa y mis compañeros me avisan que trataremos de pasar por entre la legión, pero yo sigo ensimismado.
Pasa la procesión y vuelvo a mi casa por la calle sucia de cera y papeles.
Llego desastrado y hambriento y mi madre me regaña.
Yo le pregunto; Mamá ¿quién es Padre Jesús?
Padre Jesús es el Señor.
¿Nosotros somos negros?
Claro hijo, te lo he dicho veinte veces.
Por aquellos entonces estaría en los cursillos de la Primera Comunión. Aprendí con desgana y de memoria el Padre nuestro, el Ave María y en el Credo supongo que me enriscaría con los pormenores de la doctrina. Quizás los catequistas me hubieran contado la pasión y muerte de Jesucristo, pero sólo sería a raíz de aquel día en que se me representó esa escena tan dramática y sobrecogedora, cuando vi la imagen de Padre Jesús cara a cara, tan nítida y verdadera, cuando algo prendió en mi.
Entonces, satisfecho, cojo un papel y dibujo un hombre triste y añil que lleva una cruz a cuestas sobre un suelo rojo. Legionarios romanos con plumas en sus cascos custodian las cuatro esquinas del trono dorado. Detrás, pequeño e insignificante, como si no quisiera salir en la escena, aparece un penitente de negro con la capa morada y la cruz de Jerusalén en el costado. Ese era yo. A partir de ese año acompañaría todos los Viernes Santos a ese cristo moreno y doliente pero altivo y noble que me impresionara de aquella manera en la albarrá de la subida a San Benito.
Mi universo de campos, de bosques, de torres de piedra y de viejas historias se alimenta de la soberbia presencia de portentosos mitos, de seres mitológicos que pueblan los asombros de la imaginación de un niño. Como decía el poeta, “todo regreso de un hombre a Itaca es una nueva creación del mundo”.

Siempre hay una primera vez (I)
Rafael Vargas Villalón
Publicado en el Boletín de Los Negros 2011

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