lunes, 29 de noviembre de 2010

Algunas anécdotas de las de antes


En este otoño antiguo, ya casi olvidado, de agua, frío y viento, de bufanda y mesa camilla y de escolares con botas de plástico, me vienen a la cabeza viejas historias que pasan de boca en boca, de memoria en memoria, que nos hablan de la vida de nuestros mayores en un mundo en blanco y negro que ya parece extinto.
Nos repiten los viejos que ya no llueve ni hace frío como antes, cuando por el mes de diciembre"llovían cuarenta días y una semana en la vará de Santa Bibiana". Era entonces, cuando las gentes del campo, a la espera de que el cielo se abriera y se pudieran reanudar las labores, se recluían en los cortijos al calor de la lumbre y el amparo de unas migas y un mosto corriente. En las chimeneas de estos lugares ardía noche y día el fuego del puchero, para preparar el guiso, el café o simplemente para calentar la casa. En aquellos entonces, la puerta de la vieja casona del campo permanecía entreabierta y el candil, como si de un faro se tratase, quedaba encendido para guiar a la hoguera a los que allí trabajaban, los que estaban de paso o la pareja de guardias que hacían la ronda nocturna. Se me viene a la cabeza la dureza de la vida de antes; el hambre y el frío de aquellos inviernos, las penalidades en los trabajos en el campo, las condiciones de vida de los mayores, los enfermos y los niños sin recursos de una España rural y pobre de la que parece que sólo recordamos los momentos alegres y divertidos, como si se tratase de un resorte que tuviéramos en nuestro cerebro que nos hace olvidar y desechar lo amargo y triste. Necesaria y narcotizante desmemoria que nos ayuda a pasar por la vida.
Como siempre hicieron los hombres en las frías y largas noches invernales, se imagina uno esas veladas alrededor del fuego entre bromas y risas, contando historias divertidas y sonadas, otras quizás de misterio, y luego, cuando la cosa se fuera despejando, rijosos y explícitos relatos de amoríos. Muchas de las anécdotas que todos conocemos han sido transmitidas de esta manera, exageras lo más seguro y distorsionadas por el boca a boca. Todas desde luego nos dan idea de las formas de vida de nuestros antepasados, como aquella repetida hasta la saciedad por generaciones de setenileños que cuentan de un hombre empleado en un cortijo, que era flamenco y zalamero como pocos. Trabajaba como tantos por la comida y poco más, y tanta hambre y necesidad pasaba la criatura que bien podría pasearse por las páginas y recovecos de El Buscón o El Lazarillo sin dar mucho la nota y sin dejar que nadie fuera más pícaro ni gastara más idea que él mismo. Andaba nuestro carpanta sentado en la mesa del amo frente a una rebanada de pan y una alcuza de aceite, que bien podría tratarse de desayuno, almuerzo o cena, o lo más probable, todo junto en uno que no había más de comer en el día que ese humilde y sencillo condumio. Con arte y maña vaciaba la alcuza de aceite en la rebanada, a lo que el amo, viendo que la terminaba le reprende:
"¡Alto!"
El desaforado comensal, siempre obediente, cumple y sube bien alto la alcuza sin dejar de escanciar aceite. El amo, viendo que con el "alto" no terminaba el expolio, le vuelve a reprender;
"¡Buenooo!"
Y nuestro hambriento amigo, conminado a responder, interpela sin dejar de verter aceite que parecía un venenciador;
"No es malo"
Cuentan que este hombre, fue el mismo que despedido por su amo con la consabida coletilla de que ya podía coger la manta, echársela sobre el hombro y salir del cortijo, le respondió;
"Pos ahora me voy, pero la manta me la llevo arrastrando..."
Menos agilidad mental quizás y sin chispa de gracia ni duende como el otro, había un hombre en Setenil al que todos recordaremos; Pepe el Mosco, grande y corpulento, impresionaba verlo ya de mayor en la puerta de la Cervantes, que parecía un coloso de las películas de romanos.
Sobrevivía Pepe en mil y un trabajos de poco lustre donde cumplía sin rechistar. Cuentan que un día lo llamaron para recoger un mulo muerto de una finca y llevarlo al muladar que distaba un buen trecho.
Pepe, amparado en su extraordinaria fuerza física acepta el encargo, y enganchando la bestia por el rabo la arrastra hacia el barranco donde tenía que despeñarla. Después de un ímprobo esfuerzo, se vuelve en busca del amo del mulo finado para cobrar la faena, con la desagradable sorpresa de que no recibe el salario convenido. No me imagino a Pepe el Mosco cogiendo al labriego por la solapa y zarandeándolo en el aire como si fuera un muñeco, aunque bien hubiera podido hacerlo y mucho lo mereciera el otro. Tampoco lo veo discutiendo, porque nuestro Goliat era de pocas palabras. Lo que si hizo fue salir en silencio de la finca, bajar al profundo barranco donde muy posiblemente ya estuvieran los buitres empeñados en su almuerzo, recoger los restos del mulo y arrastrándolo cuesta arriba, dejárselo a su legítimo dueño en la puerta de su casa. Cada uno se tomaba la justicia como bien podía, con las luces, con el ángel y una viveza fuera de lo común o con una fuerza y unos cojones desmesurados. Era lo que había, que como los desarrapados hidalgos de las novelas de pícaros de las que antes hablábamos, la pobreza y la miseria no estaban reñidas con la dignidad.
Sigue la lluvia cayendo con fuerza y mojando los cristales de la ventana, y el ronroneo del agua que baja por las canales parece querer arrullarme en esta triste tarde de otoño. Se imagina uno esos arrieros arreando bestias por los caminos. Tiras de mulos con los serones cargados de mil y un productos por veredas y trechos, para Ronda, Málaga o Sevilla, con la escopeta y el revólver como en las películas del Oeste, al cuidado de una emboscaba en alguna cañada o recodo. La capa ceñida y el sombrero enroscado en la frente capeando el temporal en una arboleda donde les sorprendió el aguacero.
Un viaje a Sevilla era un acontecimiento en Setenil, tanto para el que lo realizaba como para aquellos que necesitaban de algo que no podían encontrar en el pueblo. Para el que viajaba los encargos se multiplicaban; Un medicamento para el enfermo, algún libro, telas, cartas para los parientes, unos documentos que entregar en cualquier oficina; Multitud de papeles en definitiva que el viajante sopesaba en la mesa del casino. Algunos hacían el encargo con el dinero, otros con el sobre vacío, a lo que nuestro protagonista, haciendo causa común y metiéndolos todos en su sombrero, los tira al aire diciendo;
"A ver quien viene conmigo a Sevilla"
Los sobres vacíos caen al suelo, y los que pesan, los que contienen monedas, permanecen dentro del hongo. Este hombre, del que aún se conserva su capa y su revolver, lo tenía claro, encargos sin dinero... Así se cuenta en el chascarrillo donde una mujer le encarga a un vecino que iba a la ciudad que le trajese unas cremas y que ya se las pagaría a la vuelta. Cuando vuelve al pueblo la mujer le reclama el encargo, y el viajante le responde que el caballo tropezó y se rompieron los frascos. La mujer respira aliviada; "anda que si te lo pago", y el hombre responde; "anda que si te lo traigo". Pues lo mismo, que este bisabuelo o tatarabuelo mío que viajaba cada cierto tiempo a Sevilla en busca de lozas para las solerías y zócalos de las casas grandes setenileñas, que me imagino yo la cantidad de bestias que tenía que fletar para transportar tal cantidad de material.

Cuentan en mi casa, y sigo con historias familiares, que mi abuelo a modo de coletilla cuando algo le contrariaba terminaba con un sonoro "me cachis en los moros", que supongo que cuando no tuviera niños delante exclamaría "me cago", como todo el mundo, y queda además más natural. Pues esta expresión que tanto gustaba de usar al padre de mi madre pudiera venir de cuando la guerra, que unos moros de las tropas de regulares, con tanta hambre supongo como el paisano de la anécdota anterior, al olor del pan que se horneaba en el horno bajaron a la panadería y decidieron por su cuenta y riesgo confiscarlo sin pasar por caja. Mi abuelo, con veintipocos años no entendió de guerra ni de moros y se aprestó a la defensa de su pan. Los rifeños, acostumbrados quizás a sus razzias, casi lo degüellan allí mismo en su casa de no ser por la intervención de un oficial que los largó de la panadería a bastonazos. Y es que el pan, el caballo y la mujer de uno ni tocarlos ¿eh?
Perdonen lo insustancial de la entrada de hoy; Simples chascarrillos con visos de verosimilitud muy probablemente exagerados una y otra vez hasta el paroxismo. No se trata de historias ni acontecimientos importantes para la vida social y económica de Setenil, pero más allá del valor que queramos darle, son parte del acervo cultural de un pueblo. Historias que nos dicen como se vivía antes y que demuestran como el hombre nunca ha dejado de fabular, crear, inventar o exagerar las vivencias propias o extrañas, aunque sólo sea para amenizar una fría y lluviosa noche de otoño como esta.

2 comentarios:

  1. Estas historias como otras parecidas, nos sumerjen en nuestro mundo de antaño, donde las cosas no eran ni mejor ni peor, sino diferentes o como ahora se suele decir: Es lo que había. Y como muchos lo hemos vivido, pues nos retrotraen a recuerdos y vivencias de antaño, nuestras o de nuestros familiares que nos gusta recordar. Cuando leo estas historias, me siento mas identificado con mis origenes y me entra la nostalgia, amigo. Gracias Rafa.

    ResponderEliminar
  2. Hola Pacorbe
    Son historias que se cuentan en las reuniones familiares o de amigos. Yo conozco estas, pero seguro que todos tenemos algunas anécdotas que merecerían ser conocidas.
    un abrazo

    ResponderEliminar