miércoles, 2 de enero de 2013

Francisco y su borriquillo



Conocí a Francisco en Torre Alháquime, hace un par de años. Se llegó a mí cuando tomaba un café en el lugar donde desayunaba habitualmente, aunque prácticamente nos veíamos todos los días. Un buenos días de cortesía y poco más había sido hasta ahora nuestra relación, pero aquella mañana Francisco venía determinado a hablar conmigo.
¿De Setenil dices que eres? me interpeló.
Entonces me preguntó por mi parentesco, más por romper el hielo que otra cosa pues tras una ratillo de charla me dí cuenta de que ya lo había averiguado por su cuenta.
Yo conocí a tu padre y a tu abuelo, y también a los hermanos de tu abuela que vivían en La Viña Alta.
Francisco debía de ser de la misma quinta que aquellos viejos parientes míos, quizás algo más joven, aunque por lo que me contaba debió de tratarlos bastante. Aunque era natural de La Torre, Francisco era uno de esos hombres que por sus labores y oficios había deambulado por todos y cada uno de los pueblos de la sierra y que conocía todos los caminos y veredas. Me habló de que trató mucho con la gente de Setenil, donde incluso tenía familia y que gran parte de su vida la pasó bregando por los campos y cortijos de nuestro término.
Francisco me habló de lo difícil que resultaba el ganarse la vida cuando él era joven, lo duras que eran las labores del campo y siempre por unos jornales de miseria. Me contó entonces que algunos años después de finalizada la guerra, huyendo quizás de las duras condiciones de vida que le esperaban de jornalero, decidió comprarle un borriquillo precisamente a José Tornay, un hermano de mi abuela.
Aunque en un principio la inversión le resultó demasiado grande para sus posibilidades, teniendo incluso que pedir dinero prestado, la compra del burro fue el inicio de una provechosa actividad laboral.
Por aquellos entonces se estaba haciendo alguna carretera comarcal, imagino que la moderna que une Setenil con Torre-Alháquime, aunque no lo tengo claro. El caso es que Francisco se ofreció a los responsables para transportar material de construcción en su borrico, sobre todo arena de unas canteras cercanas. Así, todos los días, aquel borriquillo que comprara en La Viña Alta, daba varios portes al día cargado de arena, primero en los serones y luego tirando de una carreta de madera. El negocio lo completaba llevando pan, tabaco y garrafas de vino que luego revendía a los trabajadores de la obra.
Mientras duraron los trabajos de la carretera a Francisco no le faltó faena, y no sólo devolvió sin problemas el dinero que le prestaran para agenciar aquel rucho, sino que se pudo hacer con otros dos con los que ampliar el negocio. Francisco me contó con orgullo que al finalizar las obras pudo ahorrar el dinero suficiente como para comprar unas cuantas fanegas de olivos.
Francisco se dedicó durante gran parte de su vida al oficio de arriero, menester que le permitió vivir sin necesidad y sacar para adelante a su familia sin problemas. Después de las obras de la carretera, sus mulos y borricos se patearon los polvorientos caminos de la sierra llevando sus productos de aquí para allá, comprando y vendiendo en un pueblo y otro, y trabajando, como no podía ser de otra manera, aquellas tierrecillas que ganara con tanto esfuerzo.
Francisco me contó con orgullo que pese a no ser un hombre rico, la cosa no se le había dado mal en la vida, y que gran parte de esa pequeña prosperidad se la debía a ese pequeño borriquillo que comprara en la Viña Alta cuando aún era un muchacho.
Aquel hombre sencillo y adusto pagó el café que me estaba tomando, cogió el sombrero que dejara sobre la mesa y me dio la mano.
Si necesitas algo en La Torre, ¡aquí estoy yo! Sentenció.
Yo me quedé en la barra viéndolo alejarse con su bastón en busca de la solana de unos banquitos, imaginando lo dura que debió resultar la vida de aquellos hombres y mujeres pero admirado también de la tenacidad y capacidad de trabajo de la gente de esta tierra.

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