jueves, 6 de septiembre de 2012

El Olivar



Teníamos hace años un pariente singular, y lo digo en pasado porque ya no está con nosotros. Su nombre y apellidos delataban que era un setenileño viejo, de esos que parecen que llevan quinientos años habitando Setenil. Su rostro, sus manos, su forma de hablar, de vestir y de comportarse, todo en él era antiguo y agrario, como si sacáramos todos los estereotipos buenos y malos que pudieran significar un pueblo y una determinada forma de vivir.
Había heredado este pariente un olivar allá en Los Montecillos, a un margen de ese camino áspero y polvoriento que antaño llevaba a los arrieros a Ronda, un olivar con su casita, su murete de piedra, sus aperos y diez o doce almendros que marcaban las lindes. No había mañana, por fiesta que fuera, por agua que cayera o frío que hiciera, que nuestro pariente no cogiera la vereda y estuviera en su terruño antes del amanecer, aunque las labores estuvieran avanzadas y sólo hubiera que sentarse en la solana a ver salir el sol, que al despuntar el alba ya andaba mi pariente por lo suyo.
Su olivar era viejo y antiguo, ancestral diría yo, como él, allí no había garrotes, ni abonos, ni herbicidas ni goteo, ni máquinas ni gasoil. Sus olivos salían de la tierra como animales milenarios y se retorcían en busca del aire y la clara luz del cielo. Sus olivos eran la sed, el frío, el calor. Sus olivos eran el campo.
Por estos días de finales de verano ya andaría chuponando calabozo en mano, haciendo haces que quemaría en invierno. En las ramas ya despuntarían verdes las aceitunas, "una por San Juan, ciento por Navidad", sucias de ese polvo que sacudían los vehículos en su continuo transitar, con la soleta llevaba a hecho la tierra, que por allí no pasaban las gradas de tractor alguno. Sólo manos y sudor, golpe a golpe, arrancando jaramagos y grama, apartando las piedras y haciendo mojones de piedra, dejando lo suyo como una patena de limpio para que fuera la envidia de sus vecinos.
Este pariente nuestro se vanagloriaba de su olivar, que no había en Setenil olivos más sanos y lindos, que ningún olivo nuevo se cargaba como lo hacían los suyos, que sus aceitunas eran las mejores que se molían en la almazara. Por navidades él mismo las cogía, con faldones y a palos con largas varas de avellano, que sólo él sabía darle el golpe sin dañar la rama, que el próximo año también había que comer. Las bajaba al molino, a lomos de bestia cuando joven y con el tiempo con la ayuda del remolque de algún vecino. Luego números y cuentas, fanegas y kilos, rendimientos, que su trabajo, su sudor, su orgullo de labrador y su vida había que hacerlo dinero, duros y pesetas al fin y al cabo.
Él mismo limpiaba y podaba su olivar, que "la que quea herea", con cuidado, con respeto que allí no entraba nadie que estropeara su obra de años, de décadas, de siglos, que aquel olivar lo había hecho él. Aquellos olivos eran sus hijos. Cuando estaba en el pueblo, parecía que los echaba de menos y se asomaba de continuo a la calle; “veremos a ver este viento” “parece que esta noche va a llover”
El cielo, las nubes, el eterno quebranto del hombre del campo, que su olivar vivía de esas aguas de otoño, de esos aguaceros de primavera, de ese cielo luminoso y limpio que envuelve aquellos cerros.
Nuestro pariente ya no está, pero aquel olivar sigue allí. Sus herederos pagan todos los años un tractor para que are las tierras, sin embargo aquello no es lo mismo. La casilla se está cayendo, los olivos viejos y retorcidos están cargados de un denso follaje, ya nadie chupona en septiembre, nadie hace los encuentros con la soleta y son otros los que cogen la aceituna, a golpes mal dados, a leñazos, echando las ramas al suelo, mercenarios sin cariño, sin amor. Aquel olivar que con tanto esmero cuidara nuestro pariente está para hacerlo leña, dicen algunos, que eso no rinde. Le faltan abono, líquidos, el goteo, herbicidas para la grama que todo lo cubre; el rendimiento en el molino, los euros, que ya ni siquiera hay duros y pesetas.
Esos olivos que lo habían visto de chico corretear entre sus calles y atarragar a sus ramas eran la tierra y el agua, las gélidas heladas de enero y el terrible levante de agosto, la sequía y la lluvia, la sombra en verano y el refugio de la fría brisa en invierno. Esos árboles centenarios, esos maderos recios y agrietados de raíces como manos que agarran la tierra en la correntía, esas aceitunas que ya por estos días se visten de verde, eran la leña y el aceite, la constancia, el conocimiento y el saber, el hacer las cosas en el momento justo y de la manera adecuada, el hambre y la abundancia, los años y el paso de tiempos y gentes. Ese olivar y aquel hombre, eran el campo mismo.

3 comentarios:

  1. ya san acabado los labradores, ya solo le echan liquido paras las hierbas y no se labora el campo, asi esta el agua de contaminada y la tierra
    un saludo Rafa

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  2. Qué escrito tan bonito y tan adecuado a esas nuestras tierras. Me recuerda a mi abuelo Curro que cuidaba su tierra con gran cariño para sacarles el provecho de poder comer de ellas, la familia entera. Como dice el comentarista que me precede le echan el producto quimico que mata rapido las hierbas y lentamente a nosotros los humanos. Me has obligado a evocar recuerdos de antaño y el resonar de palabras que hace años tenia ya muertas en la mente, como, chupones, calabozo, soleta, jaramagos, mojones, atarragar, y tuve que repensar varias veces para descifrar la frasecita de "que la que quea herea". Los herederos ya son o somos de otra pasta. Me encantas cuando escribes Rafael, Gracias por tu entrada de hoy.
    Otro tema, confirmame por favor, que los mercadillos semanales de Setenil son los viernes, porque cuando un dia vaya por ahí quisiera aprovechar y visitarlo. Descuida a ti tambien te saludaré.

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  3. Hola Pacorbe
    Si, los mercadillos son los viernes, y se forma un ambientecillo muy bueno en Las Cuevas. Cuando te pases me avisas por si estoy Por Setenil.
    Hace unos meses le pegué una limpia algo bestia a unos olivos. Un par de enteraillos me dijeron que había hecho una barbaridad con los árboles, pero el panadero que me trae todos los días el pan, que se ha criado entre olivos y entiendo más que nadie, me dijo; "la que quea, herea", es decir, que si has dejado pocas ramas, estas cargan de aceitunas con más ganas, y así ha sido, que se van a caer de la morterá de aceitunas que traen.
    Un abrazo Pacorbe

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