Era el último rey del bosque, el último de su estirpe.
Fue el viento, como no podía ser de otra manera. Podría haber sido el rayo asesino, el fuego sagrado, el que le diera a ese árbol telúrico una muerte digna acorde a su linaje real. Pero no, fue el viento, letal y cansino a ratos, violento y brutal a veces. Fue el viento huracanado de la noche de Navidad el que le quebró el espinazo y lo dejó roto y desmochado.
Sus últimas ramas le dan la apariencia de un extraño animal, de un monstruo extinto. Me acerco a la tronca amarilleada por la enfermedad, todo es carcoma, todo olor a podredumbre. En su agonía parece susurrarme:

Soy viejo y ancestral, mis yemas tocaron el azul del cielo y mis raíces hozaron las profundidades de la tierra mineral. Soy piedra, agua, tierra y aire, soy magia y alquimia, voluntad y determinación… ¡Hasta aquí hemos llegado amigo mío!
Dile a Juan que allí le espero, junto a la vereda, que cuando are la tierra podrá dejar la yunta y descansar a mi vera y que mi copa le dará sombra otra vez.
“…Cayó el anciano
largo como el misterio,
ancho como su filosófica ignorancia.
Manso, conforme, casi sonriente
emprendió el viaje.
Abrió sus poros a la podredumbre
como buscando en ella
la redención de su linaje
y, litúrgicamente,
cruzó las manos,
las olorosas manos, sobre el corazón
con el noble ademán de quien libera
una vieja alma de madera
del antiguo pecado de la Cruxifixión.”
(Inventario de Cenizas, de Octavio Novaro)
¡Salud amigos!
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