martes, 21 de mayo de 2013

De monstruos, fantasmas y otros seres mitológicos: La vieja Amica

Era aquella una casa de campo, una casa rodeada de olivos a la que se accedía por una estrecha vereda delimitada por altísimos chopos. Una era, las ruinas de un viejo chozo que bien podría ser bodega o lagar, un pozo blanco con brocal y polea, unas cuadras y chumberas detrás del edificio principal. Llamaban a esta casa La Viña Alta, sonoro y altivo nombre que evocaba un pasado feliz de parras y mostos en una tierra que tuvo en el vino y sus quehaceres el Ser y desvelo de sus gentes.
Dentro, en la casa, un amplio salón comedor presidido por una chimenea donde siempre ardía café o cocido, vigas de madera en los techos, fotos repintadas de alguna boda y estampas de santos. Arriba los atrojes y otras estancias, una casa de campo en definitiva sencilla y acogedora, morada de gente laboriosa y adusta.
Habitaba aquella casa un matrimonio con sus tres mozarrones y sus dos mocitas, todos con muy buena planta, algún muchacho que ayudaba en las faenas del campo y que era como de la familia y una anciana que los viejos de la casa no tenían muy claro si había venido con ellos cuando se compró la propiedad o ya entonces moraba en la vivienda. Contaba mi abuela, que era una de esas mocitas que allí se criaban, que decían sus padres que podía ser la abuela de una vieja parienta que vivió en la casa hacía muchos años, pero nadie daba parte exacto de su parentesco. Amica decían que se llamaba este vejestorio de pelo blanco hasta la cintura y que andaba de su habitación a la cocina en camisón, sin reparar en nadie y sin que nadie reparara en ella, como una aparición, como un ánima que formaba parte de la casa como los muebles y las cortinas.
Recorría como digo la casa esta presencia fantasmal, hablando extrañas palabras y recitando unas letanías que ya por aquel entonces habían perdido su significado. Parecía aquella Amica eterna e incombustible, milenaria diría yo y solo su extremada pasión por el vino daba fe de que aquel camisón con piernas fuera humana persona y no presencia espectral.
Había antes en aquellas casas lugares especiales que por frescura e idoneidad servían para guardar los alimentos, alacenas donde se almacenaban el aceite, la cachina, el pan y sobre todo el vino y el mosto que por aquellos entonces resultaban más medicina y alimento que vicio y perjuicio de la salud. Era como digo esta Amica amante en demasía del vino y sus sucedáneos, que en bajar de su habitación a la alacena para agenciarlo consistían su rutinarios paseos, ¡y en consumirlos! que era digno de ver como relucían esos mofletillos sonrosados en aquella tez lechosa y casi transparente que parecía como de nácar. Dulces o tintos, moscateles o finos, que no le hacia esta Anica feo a ningún caldo por muy avinagrado que estuviese y que al parecer suponía el verdadero motivo de su etérea existencia y único sustento material de aquel cuerpecito exhausto.
Contaba mi abuela, guardiana y custodia que era de aquella cocina de continuo trasiego de hoyas para alimentar a tantas bocas como exigían las labores del campo, que cuando se topaba con la Amica con las venillas de la nariz a flor de piel y oliendo a pellejo de odre, le interpelaba....Amica, ya encontró usted el moscatel, o el aguardiente o lo que diera lugar, y entonces la vieja le replicaba con una vocecilla como salida de lo más recóndito de su diminuto cuerpo, como si fuera más de muerta que de viva, como hacia dentro...aunque lo enteréis bajo tierra, ya daré yo con el vino. Y era este como digo el único vínculo de vida de la anciana; el alcohol y sus desvelos por encontrarlo, burlar de esta manera el esfuerzo de la muchacha por guardarlo de aquella vieja feroz de ojos vidriosos y aliento añejo, todo lágrima y pajarete, Atila terrible de la bodega de aquella humilde casa.
Decía mi abuela que en aquellas querellas pasó gran parte de su laboriosa juventud, en burlar y ser burlada por su vieja parienta, que si bien parecía que la uva fermentada la había hecho eterna, no hay dicha que quinientos años dure y poco a poco la Amica fue bajando menos por la alacena. Tan alarmante fue la disminución del trasiego, que la misma muchacha, apiadándose quizás, no escatimó en dejar a mano alguna que otra botellita de quina o pedroximenez, cuyo escanciado diario demostraba que el monstruo un vivía, destilaba diría yo, que me imagino yo a ese montón de pellejo volviendo a la vida con su diaria inyección de alcohol.
El caso y es lo que vengo a referir, que en una de esas, nuestra Amica dejo de transferir el líquido elemento a su organismo, al menos hasta que la joven se percató del asunto y se atrevió, quizás por primera vez en su vida, a violar la santidad de aquella habitación... Un rancio aroma a vino anejo inundaba la estancia, densos efluvios de caldos condensados y una mancha negra, ocre en el suelo. Amica, como por ensalmo, había transmutado en un brandi sólido, se había convertido en una gelatina dulce y pegajosa, su presencia física se había consumido y solo había quedado de ella su esencia alcohólica.
La muchacha, con los ojos irritados y tapándose la boca y nariz con un pañuelo para evitar morir asfixiada, abrió las ventanas de aquella habitación que había permanecido cerrada durante siglos, como las entrañas de un barril de solera, y un fuerte aroma a vino salió al exterior. La brisa que bajaba de Acinipo se encargó de expandir un denso olor que inundó durante días de vapores etílicos los campos vecinos de aquella casa en el campo y llegó hasta el mismo pueblo, recorriendo sus calles y callejuelas.
No fue esto que le sucedió a la vieja Amica el único fenómeno relacionado con la química del alcohol que aconteció en la provincia. Se conoce el caso de un tal Matías Uvero, Baco elefantino que ejercía su divinidad en una afamada bodega jerezana y que una buena mañana ardió instantáneamente al roce de un soplete mal orientado. Puede que la combustión de Matías fuera un suceso más espectacular y sonado que la paulatina evaporación de la vieja Amica, quizás como un símil de la pujanza económica de la industria vitivinícola jerezana en contraposición con la setenileña, que ya por aquellos años estaba casi desaparecida. Queda no obstante la idea, propia y común a todas las tierras del vino, de transmutación de hombre y mosto en un solo elemento, bien gaseoso o sólido, cuando se hace un uso cotidiano y desmesurado del mismo, transmutación y espiritualización en definitiva de la carne en sustancia etílica.
Nota; homenaje a Fernando Quiñones, novelista y poeta gaditano

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