lunes, 29 de octubre de 2012

En La Pozá



Esta foto de la Posada de Doña Victoria Vargas Valencia, realizada por Campúa en 1905 para la revista Nuevo Mundo, sirvió para que un paisano me contara una anécdota.
Siendo un chaval a finales de los años setenta, el grupillo de amigos con los que se juntaba decidió bajar al viejo edificio en ruinas que antaño albergó aquella conocida posada del Setenil de principios de siglo. Tras saltar una albarrá accedieron a un solar y bajaron a los sótanos por la rampa destinada antiguamente para las caballerías.
Me contó este amigo la impresión que daba entrar en aquella nave oscura y lóbrega de arcos de medio punto y pesebres de piedra. De las paredes salían cabos de madera donde aún estaban colocadas viejas sillas de montar carcomidas por la humedad y roidas por las ratas, mientras que jáquimas, estriberas y toda clase de arreos de bestias colgaban de las bigas.
En los sótanos destinados a cuadras de aquel edificio habían apilado inmumerables muebles y enseres de la antigua posada, incluso mesas de billar y los chiquillos se dispusieron a abrir los viejos arcones y baúles de tablas: Libros, fotos, cuadros de paisajes y toreros, aperos, ropajes, menaje de cocina. Los niños echaban todos aquellos pequeños tesoros por el suelo, sin llegar a darles el valor que hoy seguro reconocerían. Uno de ellos recogió un enorme revólver que debidamente restaurado aún hoy conserva en su casa.
Mientras este paisano me contaba aquella aventura de su juventud, imaginaba yo como serían los sótanos y salas de aquel vetusto edificio, oscuro y tenebroso, rebuscar en sus entrañas, coger con las manos aquellos objetos. Imaginaba mientras me dibujaba con las manos en el aire la sucesión de arcos que componían las caballerizas, cuantas bestian bajarían por aquellas rampas; los caballos y mulos de arrieros, contrabandistas y bandoleros. ¿Que conversaciones se habrían desarrollado junto a esas mesas de billar? como efectivamente, Weis, el periodista del Imparcial, nos cuenta en sus reportajes.
Campúa, Weis, el mismísimo Vivillo se habrían sentado en aquellas sillas de enea, quizás hubieran dormido en esos somieres que por aquel entonces se pudrían apilados. ¿De quién sería aquel enorme revólver? Cuanto daría por ver aquellas fotos, aquellos cuadros de la colección taurina que, según las crónicas, decoraban las paredes de la pozada.
Son imágenes que ya sólo quedan en la memoria de unos cuantos.

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