sábado, 9 de junio de 2012

Los cuatro chopos


Por Rafa

Cuando era un chaval, durante las calurosas tardes del verano pasaba largas horas refrescándome en una vieja alberca de agua fría y chorrito continuo. Desde muy lejos podías ver donde se ubicaba pues cuatro enormes chopos la delimitaban. Un moral, una higuera, un membrillo, un almendro y varios rosales terminaban por darle un aspecto sombrío y selvático, mientras el agua, que tornaba a un color verde por las sombras circundantes, parecía la de esos tenebrosos pantanos de las películas de Tarzán.
En aquella alberca refrescaba yo las tediosas tardes de verano, chapoteando de vez en cuando en un agua que, pese a su oscuridad, estaba limpia y cristalina pues venía directamente de las entrañas de la tierra, contemplando los trazos de cielo azul que se asomaban por las copas de lo árboles y compartiendo quizás el lugar con un rano de ojos saltones e inquisidores, malencarado y grandote que tomaba el sol en el borde de piedra.
Cuatro chopos que a esa altura del estío explotaban en un brillante verde limón, justo en el momento que el calor había hecho criba y los campos lucían con ese dorado tan propio del verano. Así, aquella pequeña alberca, aquellos cuatro chopos, la higuera y el resto de la arboleda conferían a ese rinconcito el aspecto edénico de un oasis rodeado de retorcidos olivos y un mar de espigas prestas a ser cosechadas.
Todos los años, cuando la cosechadora pasaba entre las calles de los olivos y dejaba la tierra como cuajada de flechas, venía un cabrero con su rebaño para que los animales rozaran el rastrojo seco que había quedado en el campo, luego con una especie de calabozo largo empezaba a cortar las ramas de abajo a arriba mientras las cabras corrían a su alrededor a refrescarse con aquel manjar de hojas frescas. Algunas veces, el pastor venía con algún muchacho que ayudado con una cincha subía hasta lo alto del chopo y lo dejaba pelado hasta la misma concoyita.
Para los niños era un auténtico espectáculo ver a aquellos hombres trabajar, pero sobre todo contemplar como los animales se volvían locos comiendo las hojas del chopo, quizás lo único verde que hubieran probado en meses.
Mientras tanto, aquel hombre se arrimaba a nosotros y apoyado sobre su cayado nos contaba cosas y nos preguntaba si no nos daba miedo bañarnos en esa agua tan negra...las cosas de la gente del campo.
Después de un tiempo, aquel viejete dejó de aparecer como todos los veranos por la alberca, tampoco desde luego se ven muchas cabras por el término ramoneando en los baldíos y arcenes. El almendro se secó, alguien tuvo la idea de plantar una acacia donde los rosales y ya no se ve ninguno manchando de rosa y blanco el campo. Los chopos, los cuatro chopos gigantes que parecían rozar el infinito azul del cielo, se cuajaron de ramas desde los pies a la punta y, abrumados por el peso, se fueron tronchando. Hoy sólo queda uno vivo, mortificado por un follaje que amenaza su estabilidad. Los otros tres se alzan secos e inertes como viejos altares paganos, como columnas quebradas de un antiguo templo.
Hace años que aquel pastor dejó de venir por la alberca, ya no hay nadie que alivie el peso del chopo ni cabras que sacien la sed con sus verdes hojas. Quizás nuestro pastor haya fallecido, no lo sé, pero lo que sí tengo claro es que como si de una extraña simbiosis se tratara, los chopos murieron con él.

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