lunes, 11 de junio de 2012

Encerrada en la despensa


Por Rafa

Debía de ser una chica con genio, de esas que hoy se dice que tienen carácter. Yo la conocí cuando ya era mayor pero desprendía energía y alegría de vivir, así que visitar a la hermana de mi abuelo en aquella casa cuajada de geranios y gitanillas cada vez que volvía a Setenil era precepto obligado.
En una de tantas anécdotas que rememoraba de su juventud, nos contaba reiteradamente a sus hijos y sobrinos aquella vez que siendo una niña de unos once años, después de una rabieta, una trastada o vaya usted a saber por qué, su madre la encerró en la despensa de su casa. Ella se empeñaba en contarme como era aquel lugar de su infancia, sin darse cuenta que yo lo conocía perfectamente pues permanecía en la casa de mis abuelos tal cual estaba en sus tiempos.
Las casas viejas tienen eso, la esencia de las vidas de otras personas que han morado en ella antes que tú; padres, tíos, abuelos, bisabuelos. ¿Cuántas personas han nacido en aquellas habitaciones? ¿Cuántas han muerto? ¿Qué alegrías, qué tristezas se habrán vivido entre sus vetustos  muros?
El caso es que la tía Mena se empeñaba en contarnos que la despensa estaba en el pasillo de los atrojes y que se accedía subiendo tres escalones rojos delimitados por una pequeña albarrá. Los tejados de vigas de madera eran bajos y tenía una pequeña ventana protegida por una tela metálica que daba al interior . Allí, en aquel tétrico lugar, lóbrego y oscuro, era donde se almacenaban los mejores productos de la casa; chacinas de la matanza, salchichones, ristras de chorizos y morcillas, tinajas con lomo, chicharrones en manteca y aceitunas aliñás, tocino fresco, queso en aceite, ristras de ajos, nueces y almendras, dulces de membrillo para los postres quizás algunos licores y aguardientes para las fiestas de guardar.
Allí, en aquel pequeño y oculto país de Jauja, fue donde la madre encerró a la niña bajo llave y la castigó sin almorzar. Pero Mena era mucha Mena, como en sus cortos once años de edad no gastase costumbre de ayunar y como los aromas de las viandas rezumaban en la despensa como fantasmas en la oscuridad, nuestra amiga se puso a esculcar entre tinajas y lebrillos y sin cubiertos ni manteles bordados, se dispuso a dar buena cuenta de un pantagruélico banquete de muy señor mío, de esos que ya lo quisieran para sí los mismísimos zares de todas las Rusias.
No hubo jarro en los que no metiera los dedos, tapa de madera que no levantase ni manjar que se quedara sin probar, que así lo contaba ella, con la guasa y desparpajo que despachaba a raudales. Si eso era un castigo, por ella que la castigase de esa manera todos los días.
Y como después de un almuerzo-cena de ese calibre, lo suyo era echar una cabezadita, Mena se sentó en el entarimado de madera para dejarse caer en los brazos de Morfeo pero ¡Ay Dios Mío! Tanto chorizo, tanto lomo, tantos chicharrones y aceitunas... cuando la sed dijo aquí estoy yo, ni Morfeo ni gaitas que allí no había agua ni nada que se le pareciese.
Tentada estuvo por la sed a abrir una botella de aguardiente, que sólo el sonoro borboteo del líquido en su botella mareo le daba, y como si de una barrera infranqueable se tratara, un límite que era mejor no pasar, se abstuvo de hacerlo mientras en su interior se libraba una terrible batalla entre la sed y su orgullo. Finalmente ganó el primero, y como sabía que a su madre era mejor no molestarla con esas cosas, llamó a una tal Estefanía que allí trabajaba y tenía a las niñas de la casa en mucho aprecio.
¡Estefanía, Estefanía! un poquito de agua por favor que me muero de sed.
Ya me olía yo que algo raro pasaba, que no te he escuchado yo en toda la tarde. Le responde la muchacha.
Al poco sube Estefanía las escaleras con un jarrillo de agua fresca con el que saciar la sed de la niña, para darse cuenta de que la llave la tiene la señora de la casa a buen recaudo en su delantal y que la tela metálica de la ventana es demasiado fina como para que pueden realizar el trasvase.
Después de varios intentos y mucha agua derramada, como si de alguna novela del Buscón Don Pablos o el Lazarillo se tratase, idean usar una caña hueca para meter el agua por la rejilla. Dicho y hecho, y de esta manera, sorbiendo por una cañita la niña pudo saciar su sed terrible, que nos contaba a los sobrinos entre aspavientos y carcajadas que más de tres jarras se tomó.
Como les cuento, aún sigue en aquella vieja casa vencida por el tiempo la pequeña despensa donde antaño tantas viandas tenían morada y cobijo. Aún hoy, cada vez que subo los escaloncitos colorados y entro bajo sus techos de madera, me imagino a esa entrañable tía abuela mía con las manos y la boca sucias de manteca, enfrascada en las ristras de chorizos y las tinajas de lomo...Quizás, en la oscuridad y el silencio de la noche, se puedan oír aún los lastimeros quejidos de la niña pidiendo agua.


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