miércoles, 21 de julio de 2010

Pelagius el godo

Cae la lluvia con fuerza, y ya van más de quince días sin parar. Entre las altas montañas, negros nubarrones llegan desde el oeste y penetran en la espesura de los bosques. Las nieblas besan las tierras ahítas de agua y violentos torrentes socavan los tajos y cortados. El agua rezuma por todos lados; por la hierba, por los árboles, por las piedras. No hay descanso. No puede haber nada seco en este reino de musgo, hiedra y barro.
Siete hombres bajan a caballo ladera abajo. Llevan un herido en una improvisada camilla de palos y su paso se hace arduo y asfixiante. Los caballos hunden sus patas en el fango y tienen que descabalgar. Por fin llegan a una vereda de piedra por la que discurre el agua y la comitiva se reagrupa para seguir en fila, parsimoniosos, exhaustos, unos detrás de otros.
Allá lejos, como a una legua de distancia, se vislumbra una tenue cortinilla de humo negro, que se confunde con el nublado. Una pequeña aldea sobre una peña es lo que buscan entre caminos embarrados y densas arboledas. Quizás allí puedan comer y descansar algo. Es la única opción que tienen para poder continuar.
El grupo entra en el humilde villorrio, unas destartaladas chozas se reparten bajo una torre de piedra que domina el conjunto en lo alto de la atalaya y bajo cuya base se cobijan, cinco o seis de estas, no más. Los arroyos bajan de las alturas buscando el fiero río que poco más abajo combate los tajos en estruendosa batalla. Con el eco, el entrechocar de rocas se hace aterrador, como si el mundo se estuviera derrumbando, bajo aquella pequeña aldea.
El grupo se planta en la era de piedra, algunos ayudan a refugiar al herido bajo una cueva. Nadie sale a recibirlos. Son siete hombres de aspecto temible; con cotas de mallas, cascos, espadas. Capas raídas a modo de abrigo totalmente empapadas. En verdad, con tanta mugre y tanta agua que corre por sus cuerpos, pronto crecerá la hierba entre los jirones de sus ropajes. Uno de los guerreros le hace una señal a otro para que llame a una choza. Con tintineo de hierros, el caballero golpea el madero de la puerta de una de las chozas. Quizás los habitantes de la casa ya tendrían idea de la llegada de la comitiva, pero esos aldabonazos debieron de sentirlos como si el mismísimo demonio estuviera en la entrada.
Se escucha un leve sonido de pasos, una tranca que se abate, una puerta que abre su mitad superior. Una figura se asoma, toda tapada con un áspero manto, como una aparición. De dentro de la casa sale un ligero calor y un aroma a guiso. Todos los extraños, instintivamente se llevan la mano a la empuñadura de sus espadas.
El hombre alto que parece el cabecilla del grupo se adelanta hacia la choza. Su aspecto parece terrible. Bajo el casco asoman desaliñadas greñas y su rostro parece un mapa surcado de cicatrices. Quizás la vieja pensó que si, que no se habían equivocado; el mismísimo demonio estaba en la puerta de su casa.
- ¡vieja! Soy Pelagius y estos son mis hombres. Venimos cansados y hambrientos. Alguno viene mal herido. Necesitamos refugio para esta noche. No podemos pagarles pero tampoco les haremos ningún daño.
La figura de la puerta permanece estática, como petrificada por la partida voz de aquel terrible hombre que le pide cobijo.
Pelagius entra en la choza. Se tiene que agachar para no darse con los bajos techos de caña y adobe. Por dentro parece mucho más grande que desde fuera, ya que está construida aprovechando una hendidura de la piedra, como una cueva. En una esquina arde un puchero que alumbra la estancia. No más de diez personas, viejos, mujeres y niños permanecen sentados en el suelo, aterrados y sobrecogidos ante la presencia de ese terrible extraño.
Pelagius hace una señal a los suyos, y entre tres o cuatro meten al herido dentro.
- Tendréis que hacernos sitio. Sólo necesitamos descansar y comer algo. No os haremos ningún daño.
Los aldeanos reaccionan y ayudan a aposentar al herido. Corren unas cortinas y lo meten en el interior de la gruta. La choza sólo tiene de adobe y caña la fachada y algo de techo, el resto es una amplia cueva que se estrecha conforme se avanza hacia dentro.
Ante la mirada de los niños, los guerreros se quitan sus pesadas cotas de malla y se desnudan frente a la candela. El entrechocar de las armas produce un rítmico sonido. Algunos lucen terribles heridas, muchas aún abiertas, que brillan a la luz de la lumbre como extrañas medallas.
- vieja, tendrás que hacer más puchero. Ya puedes llegarte a las otras chozas en busca de alimento o de lo contrario mandaré a alguno de mis hombres.
La pobre mujer coge a dos niños y sale rápido fuera, corriendo entre el barro y la lluvia, para golpear la puerta de unos de sus vecinos.
De la humilde choza sale un humo negro y un denso olor a hierro, sudor y sangre se mezcla con el cálido aroma del guiso que se cuece en el fuego. Los hombres dormitan apesadumbrados en un extraño silencio. Los niños los contemplan asombrados, como si enfrente tuvieran a extraños seres mitológicos.
Pelagius los observa. Pasa la vista por la estancia y no puede evitar detenerse en una bella joven de enormes ojos negros que le observa. Quizás el fiero guerrero tenga una hija de parecida edad.
Un viejo aparta a un niño y se sienta frente a él.
- dígame señor; ¿Qué ha pasado? ¿Es verdad lo que cuentan?
- Y ¿que es lo que cuentan viejo? Responde Pelagius.
-Que los godos han sido derrotados. Que han caído muchos y los que han sobrevivido huyen por los campos. Que el propio Rey ha muerto. Que los africanos andan cerca.
La vieja le sirve un tazón de caldo y el guerrero se toma su tiempo para probarlo.
- es cierto viejo. Han muerto muchos y nadie sabe donde está el rey. La consigna ahora es salvar el pellejo y huir. Los africanos nos persiguen y no deben de andar muy lejos. Esta maldita lluvia nos ha dado una tregua.
Pelagius sopla su tazón y bebe.
- nosotros huimos de esta tierra, aquí ya no podemos hacer nada. Quizás ustedes deberían hacer lo mismo. Esa hermosa muchacha sería un buen trofeo para uno de esos despiadados jinetes que andan por esas sierras.
La cara del godo parece más terrible con el resplandor de las llamas y el vapor que exhalan sus cabellos aún mojados. Sus palabras suenan inquietantes y sombrías en el interior de la caverna.
- viejo; necesitamos a alguien que nos ayude a salir de estos montes antes de que los africanos nos atrapen. ¿Sabes de alguien en la aldea que nos pueda servir?
- Yo mismo os acompañaría si las piernas me pudieran sostener. Respondió el viejo señalando con ambas manos sus tullidas extremidades. La mayoría de los jóvenes fueron reclutados el pasado verano para la batalla y los demás huyeron cuando se fue la guarnición de la torre. Aquí sólo quedamos los que no hemos podido escapar. Muchos de estos niños son huérfanos.
Pelagius no pudo sentir más que lástima de aquellas criaturas asustadas y desvalidas. Quizás la situación de los aldeanos fuera más difícil que la de ellos.
- ¿crees que nos pasará algún mal si permanecemos en la aldea? Continua el viejo
- No se. andan por los montes en grupos pequeños en busca de partidas como la nuestra, son gente fiera y ruin y una cosa está clara, vienen para quedarse. Puede que sólo les interesen las grandes ciudades. Nosotros desde luego trataremos de llegar a la meseta antes de que nos atrapen, puede que en cualquier otro sitio los Godos anden reagrupándose. Nadie sabe nada.
El guerrero termina su tazón y se acerca hacia el lisiado:
- este hombre herido puede que no pase de esta noche. De todas formas no podemos llevarlo con nosotros, así que necesito que cuidéis de él hasta que muera. Luego le dais cristiana sepultura.
El viejo asienta con la cabeza.
- así se hará.
Sin mediar palabra, el godo reclina su cuerpo sobre un jergón de paja y cierra los ojos:
- descansemos viejo.
El temporal arrecia durante toda la noche. Los truenos retumban en los tajos como rugidos de bestias gigantes. El río suena con estrépito bajo la aldea, terrible e inexorable, arrancando trozos de las propias entrañas de la tierra.
Antes de que amanezca, los guerreros se preparan para salir, se calzan sus cotas de malla, sus cascos, sus armas. Preparan sus caballos. La lluvia no les da un respiro, es como si el cielo se hubiera hundido en aquellos escarpados cerros.
Por el camino empedrado, la tropa retoma su camino, apesadumbrados, heridos y derrotados. Pelagius vuelve la vista atrás y ve al grupo de niños observando la partida en el quicio de la puerta. Repara en los enormes ojos negros de la bella joven. Quizás, el godo tuviera en algún sitio una hija de la misma edad.
De Genérico

4 comentarios:

  1. Nota del autor: Me he permitido algunas licencias en este cuentecillo. En primer lugar, la acción transcurre bajo una terrible tormenta en un tiempo de otoño o invierno, cuando la tradición habla de que la batalla de Wadilakka (Guadalete) se sucedió en verano, cosa muy normal si tenemos en cuenta que eran los meses preferidos para las campañas militares. Quizás Tarik aprovecharía el buen tiempo para cruzar el Estrecho sin contratiempos, para luego pasar varias semanas o meses hasta el encuentro con Don Rodrigo en la serranía.
    Sería pausible la huída de los godos hacia el norte en otoño, incluso en invierno, aunque es más probable que las cosas ocurrieran bajo el cielo azul de un tórrido verano.
    Por otro lado, se identifica a Pelayo como godo, cuando algunos autores lo señalan como un caudillo astur al servicio de Don Rodrigo, asunto que desde luego puede quedar al libre albedrío de los lectores.
    Por último decir que estas escenas que se han narrado tienen gran verosimilitud, en tanto en cuanto tras la derrota, los vencidos debieron refugiarse por los montes de la sierra, y algunas partidas pasarían por pequeños enclaves habitados como sería el Setenil del siglo VIII, y más si tenemos en cuenta que parte de los hechos ocurrieron a pocos Km. de nuestro pueblo.

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  2. ¿y esto de que va ahora?

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  3. ¿pelaius será pelayo? no. y si fuera esa aldea setenil... mucha agua ¿no?

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  4. Yo creo que el guerrero que dejaron atrás no murió, se recupero durante el invierno, se enamoro de la chavalita y enseño a los niños a cazar y defenderse, aunque claro al final vinieron los moromierdas y les destruyeron la aldea para quedarse en sus tierras.
    700 años después los cristianos recuperaron el pueblo. En la actualidad un cristiano llamado Fali se hace pasar por Moro para vender alfareria en Ronda.

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