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Bueno, bueno, la que se ha liado con lo de las cruces. Mira que
he tratado de pasar página insertando una historia de nuestro amigo Juan, la de
los perrillos que le parió la Chica cuando las últimas lluvias, pero nada, la
gente sigue con lo de las cruces.
¿Y dónde dices que están? ¿Y es verdad que se presentó todo
el pleno municipal? ¿Quién es el del Equipo D?
Y yo, claro, un poco sobrepasado con el asunto les digo que
todo fue un cuentecillo, que los personajes son ficticios, salvo Rafael V. y lo
de las peyaítas de yeso que son tan ciertos como los tajos…porque, ¿qué
necesidad tengo yo de meterme en estos líos, cuando no tengo ningún problema
personal con el alcalde ni ningún miembro del actual gobierno municipal?
Cierto y verdad es que no me gusta esa manera de reinterpretar Setenil, el modo
de usar a las personas y su forma de hacer política, algo así como un
caciquismo a la antigua donde se reparten favores y gracias según las circunstancias.
En otros lugares donde he vivido (Sevilla y Málaga, por ejemplo), los
ciudadanos como tales tienen derechos y deberes y no mercedes otorgadas por la
gracia de un político.
El caso es que estos días he tenido tiempo de mirar mucho a
los tajos y la verdad es que me ha dado ocasión para reflexionar, pensar sobre la
relación de los setenileños con estas
piedras milenarias entre las cuales un día nuestros antepasados ubicaron sus
moradas.
En cierta ocasión unos amigos de Alcalá del Valle nos
visitaron en Setenil con sus hijos, dos niños de entre cuatro y siete años. Recuerdo la cara de los chavalitos cuando
andábamos bajo los tajos, la manera en la que miraban esas cornisas interminables
de las Cuevas del Sol que parecen desafiar la ley de la gravedad, y como se sobrecogían
conforme nos adentrábamos más adentro de la piedra. Esos niños literalmente
estaban aterrorizados cuando perdieron toda la visión del azul del cielo y se
vieron envueltos bajo una cúpula mineral.
Me llamó la atención la reacción de esos pequeños,
acostumbrados en su corta edad a levantar sus cabezas y sólo tener sobre ellas
a las nubes y los pájaros. Quizás, sean estas piedras, estos tajos, este cañón
fluvial que nos alberga el verdadero clic que define el ser setenileño, una
especie de pesadez mental, de aturdimiento anímico que nos oprime y nos impide descongestionarnos
hasta que no salimos a campo abierto, allá por la Campiña o a la Mata de Vargas,
por ejemplo.
Quizás, aquello que precisamente hace único a Setenil como
espacio físico, confiera también a sus gentes una personalidad propia y definida,
vital y sorprendente en ocasiones, apática e indiferente en otras, capaz de lo
mejor y de lo peor y que ha marcado
nuestro devenir como grupo humano.
¡Salud amigos! y buena fiesta del Carmen
Ha comenzado el varano con agua. Rara está la atmósfera. Ya
por San Juan lo que se espera en Setenil es calor y más calor. Corpus de estío,
mosquitos, juncia, terrazas y verbenas nocturnas, julios, agostos y el
implacable rigor de la canícula del sur.
Suena un trueno entre los tajos, cae la fina lluvia sobre
las matas de pimiento que ya rebosan de caperuzas verdes. No puede ser buena
esta agua que cae del cielo cuando la puebla lo que pide es sol que caliente la
tierra y el líquido frescor del arroyo inundando los surcos.
No puede ser buena esta agua, piensa Juan apoyado en la
zoleta, siempre negativo, nunca satisfecho con los caprichos del tiempo.
Allá, en la higuera que ya luce brevas negras le espera la
majuana con el mosto, ¡qué remedio! Al mal tiempo buena cara, que decía el
otro.
Se sirve nuestro amigo un chato claro y fresco que apura con
placer. Entra el hombre del campo en una especie de letargo y ensimismamiento
que es desde hace unos meses su estado natural. Barren las nubes los campos
oscureciendo tajos y chopos. A lo lejos, bajo las metálicas gradas del cadena
se oyen los lastimeros lloros de una camada de perritos, agudos y finos, casi
imperceptibles. Solo la llegada de la perra Chica hace que cesen los quejidos
y comience un gutural ronroneo de chupeteos y absorciones.
Por si fuera poco, la leal e incondicional Chica se le
presenta ahora con este panorama, que las desgracias nunca vienen solas. La
deformidad de su barriga y las ubres colgonas del animalito ya le venían
avisando, que se la habían desgraciado otro año más. ¡Será puta la perra!
Juan apura otro sorbo de mosto, se agacha como puede con su
pata de palo bajo el cadena y niega con la cabeza. Cuatro o cinco barrigudos se
emplean con avidez, casi con violencia, en las mamas de la perra.
La Chica, satisfecha y maternal, le mira con esos ojos
grandes y tristes que parece que adivina sus pensamientos.
Ya desde el primer día pretendió meterles mano y echarlos al
saco, cuando sólo eran una masa sanguinolenta de criaturas sin alma ni gracia.
No fue capaz Juan de apartar a la perrilla de sus cachorros y se consoló
diciéndose así mismo que había de dejarlos algunos días más para que le
limpiaran los calostros y el animal no enfermara.
Y ya han pasado cinco días, y una semana, y la Chica se va
confiando y se acerca al arroyo a beber y se asoma a la vereda a ladrar cuando
pasa la Puch amarilla del vecino que viene a echarle de comer a los animales.
Y Juan no ha sido capaz de meterle mano y tirarlos al
arroyo, como hacen los hombres del campo cuando se da la circunstancia. En el
bar nadie los quiere, que los ha pretendido dar. Los niños de la calle le han
pedido alguno pero apresurada ha salido alguna madre para decirle que no quiere
animales en casa.
Ya se aventura alguno de los cachorros a salir de debajo del
tractor, el más valiente, el machito blanco que parece el mejor alimentado,
asomando su cabecilla a la claridad del día, olisqueando el mundo azul, hoy
algo gris, que existe fuera de su cubil. Las eternas tardes de verano que
parecen no tener fin.
Piensa Juan en mil y
una maneras de quitarse de en medio la camada, y todas le parecen crueles y atroces. Le cuentan cuando despachan los
cafés de la mañana como lo hacen, que no sufren las criaturas de lo tiernos que
están, pero a Juan le falta ánimo y decisión, aunque no es la primera vez que
se ha visto en las mismas. Quizás sean los años.
Se sirve el rudo hombre del campo un vasito más de mosto.
Ahora son dos perritos más los que se asoman al exterior, uno de color canela y
otro con una manchita negra en el hocico, más graciosa que todas las cosas. Dan
saltitos y juguetean, corretean a su alrededor y huyen asustados a la oscuridad
del oruga cuando truena como un trabuco el escape de la Puch del vecino, que se
vuelve al pueblo después de apañar a los bichos.
Luego salen de nuevo los animalitos, más confiados y
animosos que antes. Ahora saltan y acechan bajo sus pies y el de la manchita
negra en el hocico le muerde los cordones de las botas.
Juan está confuso. No quiere ni siquiera mirarlos. A lo
lejos, desde el arroyo, la Chica con las ubres hinchadas y brillantes observa
la escena, confiada y satisfecha.